Opinión

Una enseñanza religiosa, un espacio de libertad

Debe ser una ingenuidad pensar que es posible plantearnos los grandes temas que preocupan a la sociedad desde una actitud sensata, dialogante, sin prejuicios ni tópicos, desde la crítica racional del pensamiento libre y fundado de cada persona. Pero (y este “pero” es mayúsculo) cuando uno lee y oye ciertas expresiones y valoraciones de nuestros representantes públicos, me pellizco y despierto del sueño, que se me presenta más racional que esta absurda realidad.
Hace unos días se publicaba en el BOE el nuevo currículo de Religión Católica, elaborado por la Conferencia Episcopal y adaptado a la metodología pedagógica definida por la nueva ley educativa, la LOMCE. Como se ha hecho con todas las materias, y tal como hizo en el pasado mes de diciembre la Comisión Islámica de España, al publicarse el currículo de esta confesión religiosa para educación Primaria. Todo dentro de la legalidad y la normalidad. O eso pensaba yo, porque las reacciones que suscitó el currículo de Religión Católica resultan de lo más sorprendentes: “vamos a volver a rezar en los colegios”, ha dicho un portavoz político que lo consideraba un atentado contra la aconfesionalidad del Estado; otro se ha sonrojado porque “representa una visión anticuada de la religión”; una conocida líder política lo califica de “involución”; y no falta quien considera una vuelta a la Edad Media (¡otro tópico histórico!) que “se rece para aprender” y se diga que “la felicidad depende de Dios”.
Estas opiniones se descalifican por sí mismas, y en el fondo muestran una actitud excluyente en la que está en juego la libertad. La libertad para poder vivir en la plaza pública manifestando la propia identidad sin tener que censurarla. Califican de fundamentalista cualquier convicción que no coincida con la propia: nos imponen el criterio único que sólo concibe un hombre arreligioso y que exige la expulsión de las religiones del espacio público, ese que por definición es de “todos”, no sólo de unos pocos que pretenden su uso exclusivo. Además olvidan algo muy elemental que explica, entre otras razones, la reiterada falta de consenso sobre la cuestión educativa en este país: la educación no es una propiedad del Estado, sino un derecho de los padres de educar a sus hijos como ellos juzguen más adecuado (tal como indica el vigente art. 27.3 de la Constitución Española).


El Estado debe facilitar ese derecho, y no imponer un modelo educativo en el que ya no es el pueblo el que decide libremente, sino aquellos que tienen el poder político. Resulta casi vergonzoso recordar a estas alturas que la enseñanza religiosa es de oferta obligatoria para los centros, pero de libre elección para los alumnos; que aprender de memoria una fórmula no es rezar, como tampoco memoriza una poesía nos convierte en poetas; que la enseñanza de la religión no tiene que ver con la catequesis; y que desconocer los contenidos del cristianismo es ignorar los valores y significados en los que se enraíza la cultura occidental (sin recurrir a los tópicos gastados de Galileo, Darwin y la Inquisición).
El político socialista y ateo Jean Jaurès, fundador del periódico francés L’Humanité, le contestó a su hijo, cuando le pidió un justificante para ser eximido de la educación religiosa: “¿cómo sería completa tu instrucción sin un conocimiento suficiente de las cuestiones religiosas sobre las cuales todo el mundo discute? ¿Quisieras tú, por tu ignorancia voluntaria, no poder decir una palabra sobre estos asuntos sin exponerte a soltar un disparate?". "Es preciso, hijo mío, que un padre diga siempre la verdad a su hijo. Ningún compromiso podría excusarme de esa obligación".

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