Opinión

Otrora, “a Ribeiro revuelto ganancia de corredores”

Foto Chao 1934. Vista general de la Finca regentada por la familia Pereira Borrajo.
photo_camera Foto Chao 1934. Vista general de la Finca regentada por la familia Pereira Borrajo.

No siempre fue así…; tal vez, a ratos. Pero, por lo general, para el viticultor “ribeirano” las cosas no siempre pintaron bien. La estampa que predominó en la comarca, a un siglo vista, fue la del pequeño agricultor que, cada vez más, apostó por el monocultivo de la vid. A menudo, en soledad, se enfrentó a un haz de dificultades; divinas y humanas. Primero, estaba a expensas de los agentes meteorológicos, luego, en manos de las exigencias del corredor.

Qué duda cabe que, después de recoger la cosecha, sacar la añada de las bodegas era el otro gran dolor de cabeza del vitivinicultor. De ahí la importancia de aquel afable intermediario que ponía en contacto los centros emisores de producción con los establecimientos de recepción. El servicio que prestaba, a cambio de una comisión por moyo vendido, era imprescindible para la supervivencia del sector. Sin él, sobre todo en momentos críticos, las transacciones comerciales hubiesen mermado.

Foto Chao 1934. Vendimia en la Granja d’Outeiro.
Foto Chao 1934. Vendimia en la Granja d’Outeiro.

Claro que, a sabiendas de su rol, y, también, hay que reconocerlo, por desidia de los cosecheros, más que por estulticia, el corredor de vinos no solo amplió el margen de las comisiones, sino que, además, controló, de alguna forma, el circuito comercial vinícola. Lo hizo, en parte, aprovechándose de las oportunidades de negocio que le brindó la llegada del ferrocarril, pero, mayormente, por la falta de unión de los vinicultores. Acumuló tal poder que, para algunos cosecheros, supuso una carga onerosa.

Es cierto que no era el único problema al que había que hacer frente. Sin embargo, de poco valía que el «ribeirano» se deslomase en el viñedo, que gastase en sulfatos o que pusiese sus miras en combatir la mixtificación del vino, si el mercado estaba en manos tiránicas. Sociedades Agrarias, como la de Beade, al inicio de la década de los veinte, advertían de la pertinaz tutela a la que estaba sometida la comarca. Abogaban, como también lo hacía, desde la distancia, intelectuales, como Losada Diéguez, por la organización colectiva comarcal. Unos y otros creían que era la única solución viable para emancipar a los cosecheros de los fulgurantes reyezuelos de la especulación. Ahora bien, todas las agrupaciones pensaban que estaban en condiciones de asumir aquel reto. Y, lamentablemente, era, ahí mismo, dónde radicaba parte del eterno problema. No es que no hubiese Sociedades Agrarias a lo largo y ancho de la Comarca. Sí las había. Mismo, era de los pocos territorios de la provincia en donde las Sociedades tenían un mayor número de afiliados. Pero, no eran modélicos. Ni siquiera, en 1927, el Sindicato Católico, a pesar de disponer de una idónea infraestructura parroquial, fue capaz de romper con los diques que les separaban. Pese a todo, al menos, este Sindicato Comarcal del Ribeiro, liderado por la familia Pereira Borrajo, trataba de ser lo más parecido a una gran unión de cosecheros “ribeiranos”. El insigne pintor, Benigno Pereira Borrajo -excelente paisajista y retratista; pintó en 1904 a Alfonso XIII-, mientras gestionaba la Granja d’Outeiro, era elegido por aclamación para ponerse al frente de la directiva de aquella Asociación con razón social en Ribadavia. Bien es verdad que con el apoyo de personajes conocidos, como Maximino Cendón -cura de Pazos de Arenteiro-, Manuel Freijido, Ángel Pagán de Cabanelas, o Carlos Sánchez.

Qué duda cabe de que la presencia de factorías en los años veinte como las de Uzal y Cía Limitada, Soto & Cía o J. Moreiras, todas con bodegas en Ribadavia, mas, con depósito en Vigo, habían mejorado, en esencia, el proceso de vinificación y embotellado. También es cierto que, luego, ya absortos en obtener pingües beneficios, se olvidaron de ponerle frenos, a los males que aquejaban al sector vitivinícola. Sin embargo, ahora, bodegas, como la gestionada por la familia Pereira Borrajo, elaboran el vino con sus jornaleros. Ellos mismos, sin intermediarios, les presentaban las cosechas a los consumidores; bien en pipa o en botella. Producen vinos delicados. Los envejecían, los embotellaban y los enviaban directamente a los puntos de recepción. El tostado de 17º, por ejemplo, elaborado con uvas de Treixadura de los viñedos de la Granja d’Outeiro, una finca familiar cuyas bodegas databan, aproximadamente, de las postrimerías del siglo XVI, era muy apreciado en los años treinta tanto en el mercado nacional como en el internacional. Urgía, pues, llegar a acuerdos sobre la unificación de medidas, como la ola, o sobre el control del vino que se envasaba para comercializar y exportar con la marca Ribeiro. Necesitaban, una legislación para que las autoridades portuarias, o los profesionales de Laboratorios Municipales, pudiesen contribuir a proteger un caldo, habitualmente, maltratado en el mercado y vendido, a menudo, como una grosera imitación.

Foto Chao 1934. Niña con racimos de uvas.
Foto Chao 1934. Niña con racimos de uvas.

Al fin, la ansiada ley ve la luz en plena República. En 1933 con motivo de la publicación del Estatuto del vino, el 26 de mayo, se presentaba la que, sin duda, era la primera reglamentación legislativa sobre Denominaciones de Origen de España. Entre la veintena de lugares vitivinícolas que recogía el artículo 34, se encontraba, como única D. O. de Galicia, el Ribero. No fue la panacea. Pero sí que ponía, por lo menos, límites al tráfico abusivo de los vinos. Luego, fue cuestión de ahínco, y de no pocos sacrificios, que de las laderas de sus montañas siguiese manando el néctar de aquellos regenerados viñedos.

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