Opinión

Piedras sangrientas, ritos destructivos

Cuando la psicóloga árabe americana Wafa Sultán fue entrevistada por la cadena Al Jazira el 26 de marzo de 2006, le contestó a un religioso musulmán contertuliano en el programa: “No me importa que creas en las piedras, siempre que no me las arrojes”. Es la definición de intolerancia más ingeniosa que he leído en mi vida. Contrapone libertad con fanatismo; comprensión con intransigencia y derechos con sumisión. Lo cierto es que muchos seres humanos necesitan ser dirigidos, controlados y utilizados, bajo la tutela de un líder o de una idea; son incapaces por ellos mismos de fijarse un objetivo en la vida y disfrutar de los afectos que se desarrollan en la relación con los demás, por eso se convierten en fáciles presas de cualquier secta o movimiento ideológico que los capta como instrumentos para sus fines. Para garantizar su fidelidad, a los iniciados se les exige que estén dispuestos a arrojar “sus piedras” a quien se les ordene, sin preguntas, sin dudas y sin demora. Se les somete a los oportunos ritos y se comprueba los límites de su obediencia, que debe ser ciega.

Los rituales son consustanciales a la condición humana. Desde que el homo sapiens fue consciente de su dependencia del medio, ha pretendido interaccionar con la naturaleza interpretando los signos y lenguajes del Cosmos. Ha configurado distintos movimientos, sonidos y gestos que lo conecten con los “espíritus” que lo rodean y les inclinen a conceder dones y beneficios. Los límites del rito son indefinibles y únicamente están condicionados por la tradición y la cultura, adaptándose lentamente a la evolución de la humanidad. Su vinculación a los mitos se inicia en las primeras manifestaciones religiosas que incorporan ritos a sus actos litúrgicos. Las sociedades secretas recogen el rito como un acto de compromiso iniciático de los nuevos miembros, de facto es un juramento de fidelidad que jamás se puede quebrar; los que lo incumplen son considerados herejes y son merecedores de castigo, incluso de la muerte.

Hoy, muchos rituales han transcendido su misticismo, su secretismo y su carga energética para adquirir su condición de instrumento de subordinación del individuo al grupo, secta o banda. El rito de la purificación por medio del agua es sustituido por el gregarismo de un botellón caótico. Los ritos de tránsito (pubertad, matrimonio, muerte…) han sido complementados por la pornografía, el comercio o el homenaje; buscando el protagonismo egocéntrico del sujeto, aunque sea a cualquier precio. El misticismo de los ritos funerarios se ha suplantado por actos laicos donde se magnifica el pasado y se renuncia a la eternidad, pero se habla del finado en términos laudatorios. Los ritos de expiación han dejado su lugar a la autocrítica destructiva, renunciando al perdón y aceptando el castigo. Los ritos de conmemoraciones se han convertido en una compra en una gran área. Un rito que está, desgraciadamente, en recesión es el del cortejo, el erotismo ha cedido su espacio a una pornografía destructiva del amor que comercializa el sexo, rompe el misterio y encadena los sentimientos. Los ritos que se mantienen son los de sangre. El ser humano ha sido incapaz de renunciar a los sacrificios sangrientos que tanto satisfacían a las crueles divinidades. Sofisticadas ceremonias tenían como fin ofrecer víctimas a los dioses para obtener a cambio beneficios de cualquier índole. En la actualidad, la civilización ha simplificado los ritos de sangre, y la ley, salvo excepciones, castiga o prohíbe su aplicación. Sin embargo, de una u otra forma los ritos de sangre siguen relacionados con el hombre; tal vez por eso seamos testigos mudos de crímenes inexplicables que deberían repugnar las conciencias. Hoy, como siempre, las “piedras” siguen manchadas de sangre, para vergüenza de la humanidad.

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