Opinión

El único enemigo

Un hombre acabado” es el título de un libro de Giovanni Papini; algunos afirman que es su obra maestra. El autor recoge una parte de su vida, la que comprende entre los veinte y treinta años, describe su preocupación por el desarrollo de su conciencia y la de los demás con sinceridad, realismo y mordacidad. Papini fue ateo convencido y posteriormente fervoroso creyente; admirado por Jorge Luis Borges, que llegó a calificarlo como el Proteo de Egipto del siglo XX, el dios marino que cambia de forma y que debido a su relación con el mar es un símbolo del inconsciente. A este prolífero escritor se le atribuye una frase terrible: “Temo a un solo enemigo, yo mismo”.

Nacemos dependientes y generalmente morimos dependientes; nacemos con instintos y los vamos perdiendo al envejecer; los primeros años somos como esponjas y vamos interiorizando gran cantidad de información, y en los últimos años nuestros recuerdos se difuminan paralelamente a nuestra existencia. Cuando nos sobra el tiempo, lo dilapidamos irresponsablemente; cuando ya queda poco, cada minuto es un tesoro. Nos ciega el becerro de oro y olvidamos nuestra espiritualidad, que es nuestro auténtico tesoro. La ambición ciega nuestro entendimiento, el poseer esclaviza nuestro ser y la deslealtad anida en nuestros corazones. Somos incapaces de racionalizar nuestra trascendencia y nos aterra el dolor y la muerte. ¿Cómo enfrentarse a lo inevitable?

¿Cómo es posible que el odio se imponga sobre el amor? Necesitamos al enemigo exterior para descargar nuestra instintiva violencia. En cualquier cultura, pensamiento, religión o ideología se oculta el monstruo que asesina, que tortura, que explota a sus semejantes, que vive de la sangre ajena. Nadie está libre de culpa por acción u omisión. Todos colaboramos en el culto al dinero y este controla el mundo. Todos aspiramos a acumular más y más, a consumir insaciablemente; olvidamos nuestra exigua temporalidad y nos equivocamos en nuestras prioridades.

Las referencias sobre la conducta humana están magníficamente expuestas en el Eclesiástico: “No ultrajes al pecador arrepentido, recuerda que todos somos culpables. No desprecies al anciano, pues nosotros seremos viejos. No te alegres de la muerte de nadie, recuerda que todos hemos de morir. No desprecies los discursos de los sabios, dedícate a meditar sus sentencias…”. Consejos milenarios, escritos en todas las culturas o trasmitidos verbalmente generación tras generación. Qué ciegos y sordos estamos, ¡qué poco comprendemos!

El yo es egoísta, tiránico y despiadado; no tiene compasión ni misericordia. Es agresivo, mentiroso y petulante. Trata de dominar la conciencia y extender su control a todo el ser. Es fácil caer en su poder y ceder a sus pretensiones. Hay que intentar liberarse de su control y alcanzar la libertad que conduce a la felicidad. El camino es la aceptación de la propia identidad y liberarse del afán de posesión de lo material y superfluo. Pero sobre todo amar, perdonar, recibir y trasmitir afectos, ser tolerante, humilde y desprender energías positivas. De esa manera quizás consigamos que el mayor amigo sea uno mismo.

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