Opinión

Agenor, más allá de la felicidad

Toda felicidad tiene un precio. Es inútil continuar defendiendo tópicos incuestionables de realidades verídicas, de escenas cotidianas donde manejamos discursos que se empeñan en tratar de dotarnos de una humanidad de marca blanca.

Para mi amigo Juan el precio de la felicidad son 4,40€, lo que valen dos cervezas, para mi sobrino es la parte proporcional de la suscripción a Netflix de los quince minutos de los dibujos animados de los sábados, y para mi madre la felicidad cuesta lo mismo que la cuota de hipoteca que abona cada mes para vivir donde siempre quiso vivir.

La felicidad tiene un PVP variable.

Desajustado. Incomprensible.

Toda la vida creí que mi felicidad costaba lo mismo que un disco, o que un polo Fred Perry. 

Nada más allá de mi ignorancia de arrogante consumista estándar.

La felicidad, sin yo saberlo, reside en Cova, concello de Trives.

Tardé años en llegar. 

Tardé en llegar por esta manía mía de no saber conducir. Trives, amigas, no estaba tan cerca.

En el coche solo se escuchaba el zumbido intenso de la incertidumbre. Mi cabeza repetía una y otra vez ‘Agenor, Agenor’, en un bucle infinito de impaciencia incontrolada. En el cartel no había ni rastro del nombre del restaurante que tantas veces me habían recomendado, hasta que comprendí que, como todas las cosas extraordinarias de la vida, nadie le llamaba por su verdadero nombre: Bar “Os Pinos”, y justo debajo, escrito en Ashanga “Casa Agenor”.

El interior estaba construido, casi en su totalidad, por troncos de árbol colocados con la pericia de un campeón mundial de Tetris. Todas las mesas, con mantel blanco de papel, esperaban con reserva.

Vino de Barrantes y una tabla de ibéricos. 

La perfección en pocos centímetros.

El menú único de los filetes bañados en aceite y las truchas embadurnadas de jamón. El helado de limón dentro de un limón me causó una gran impacto. Como en Desafío Total: una persona dentro de otra persona.

Al terminar yo ya no quería más felicidad, todo aquello me bastaba, pero alguien me acercó amable un vaso de chupito. ‘Es el licor de los enamorados, nuestra especialidad’. Miré a Paula, le sonreí complaciente, juraría que me volví a enamorar de ella, no sé si por el chupito o porque sucede cada día.

 En el Agenor comprendí que la felicidad, casi siempre, puede estar detrás de un PVP.

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