Opinión

Cómo salvar la estupidez

Con los billetes me limpio yo el ojete” decía a menudo el abuelo de Diego cuando alguien sugería que el dinero tenía un valor añadido desde una perspectiva social.

Afirmación peligrosa si analizamos textura y complejidades.

El peligro de extinción de las marcas al agua.

Pero la verdad es que a Diego, ingenuo preadolescente, el dinero le daba lo mismo.

Era otro tiempo.

Se pensaba que las monedas por el hecho de ser más grandes, atesoraban un mayor valor.

Eran mejor moneda.

Diego nunca estudió contabilidad.

Afirmaba él que su madre tenía un amigo millonario poseedor de un imperio mundial: Raúl el peluquero. A simple vista aquello no aparentaba ni de lejos ser una compañía de resultado exitoso. Un primer piso en la calle Santo Domingo -nombre engañoso carente de ningún rastro de lugar exótico- con un cartel de cartón pluma en la ventana anunciando “Élite Peluqueros Unisex”. El análisis superficial de la situación dictaminaba una sentencia donde Élite Peluqueros Unisex no se encontraba tan lejos en valor comercial de Mercería Merce.

Merce, por cierto, no se llamaba Merce.

Diego jamás pagaba por su corte de pelo. Lo dejaba a deber, que digo yo que para eso existe la amistad, para deber cosas. Bien era cierto que el trabajo no suponía esfuerzo. Los quiricos de la coronilla y la pelusilla de la nuca. Apenas más.

Era imposible que Raúl tuviese un negocio de esa magnitud. De tenerlo, podría renovar el catalogo de revistas de moda de la sala de espera. O, qué sé yo, comprar papel higiénico de doble capa.

Así, en mitad de una lavado de cabeza, sin previo aviso y casi a traición, Diego confesó su curiosidad por saber cuántos negocios como aquel poseía Raúl en total.

El peluquero no comprendió a qué se refería aquel niño de pelo rígido e insurgente.

“A tu marca Unisex, solo en la ciudad debes de tener doscientos sitios”.

La carcajada contenida en el salón de peluquería se escuchó desde la residencia de estudiantes de las monjas de enfrente.

Fue la primera vez que salvaron a Diego de la estupidez.

Cambió de peluquería, claro, lastima menos pagar un corte de pelo a un extraño que volver a enfrentarse de nuevo a la ignorancia ridícula del no saber.

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