Opinión

Kung Fu a muerte en Emilia Pardo Bazán

Es probable que se salvase una vida. La mía, quiero decir. 

Ya notaba yo que el profesor era poco asiático, pista que me dio su apellido, Martínez, y su acento impertérrito de la zona de Mugardos. Pero qué sabía yo, lo único que quería en la vida era que la escuela de Kung Fu de Emilia Pardo Bazán me enseñase a soltar mamporrazos, a dar brincos imposibles.

Llegué tarde el primer día, una mujer, bastante guapa por cierto, al entrar me señaló una estantería lacada en blanco abarrotada de zapatillas modelo bailarina de color negro.

Una oferta, pensé yo, de Pantone bastante pobre para el producto.

Busqué y rebusqué entre los estantes.

Que dice mi abuela que con el calzado uno no puede arriesgarse, así que puse todo mi empeño en encontrar el número perfecto para que los movimientos de mis pies durante el arte marcial fuesen de una seguridad exacta.

Al otro lado de la puerta escuchaba silencio. Como si allí no hubiese una borrasca de técnicas y tácticas de disciplina mental y física.

Solo silencio.

Estaba agotando los números de los pares de zapatillas sin éxito y me negaba a interrumpir lo sagrado de la práctica ancestral y casi sagrada. Pero ya me había perdido la mitad de la lección diaria.

Me decidí y crucé la puerta hacia el gimnasio.

Dos decenas de niños y niñas de mi edad se disponían de manera simétrica en un exceso casi molesto como una formación militar de carácter sectario sobre unas colchonetas azul Nivea.

El azul Nivea no se describe de otra manera.

Martínez, que seguía él sin parecer una persona nada oriental, detuvo la clase con un gesto parecido al de las películas de karate que acostumbraba a alquilar en el vídeoclub.

Me preguntó por mi nombre. Le dije el de pila, que Rodríguez se me antojó bien poco exótico y carente de potencial como nombre de luchador en el arte del Wu Shu.

Afirmé con seguridad, la que uno a menudo no tiene pero ha de aparentar, que allí no había ningún calzado de mi talla, que ampliase el stock, que por eso había yo tardado más de la cuenta.

Ninguna persona de las presentes, todas descalzas me percaté, se inmutó. 

Martínez, de espaldas a todos sus pupilos, hizo una señal de descanso, me llevó a la zona de entrada y señaló un cartel junto al zapatero que, con alguna falta de ortografía, decía ‘deposite aquí su calzado durante la clase’. Miré a Martínez, asentí conveniente, comprensivo y regresé a casa desprovisto de ningún rastro de afrenta.

Es probable que se salvase mi vida, que si torpe yo ante las señales, imagina sabiendo artes marciales.

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