Opinión

El madrugón no era nombre de after


Es probable que todo lo que me dispongo a contar sea producto de la imaginación, del exceso del alcohol o de una hipérbole cotidiana que uso para enaltecer la rutina.

También puede ser que todo sea verdad.

No importa cuándo sucedió, o sí importa pero es mejor no saberlo.

Todo aconteció en O Barco de Valdeorras. Allí, que no hay ni puerto ni mar.

Llegué yo ya con algún que otro brebaje de solución oral que consumí en el asiento de copiloto del Seat Ibiza de Alberto, es por eso que no confío en la veracidad de este relato. Aparcamos sobre las 20:00, bajando directos al bar Habana; yo me quedé fuera fumando con mi actuación de chico de la capital mordiendo el cigarrillo, no por otro motivo que parecer un engreído más allá de los límites del Castro.

Alberto me hablaba de que había que aguantar hasta el Madrugón, que teníamos que ir.

“Menudo nombre más acertado para un after”, pensé con envidia de no ser yo el autor.

Recuerdo algunos nombres, pero ningún otro rostro que el de Alberto.

Recuerdo el Zigzag, porque en algún momento un guitarrazo me distrajo de mi letargo casi onírico, y El Sueño Húmedo lleno de luces de neón donde descubrí que un tipo desde el espejo me miraba y juzgaba condenándome sin posible alegato.

Juraría que aquel tipo del espejo no era yo.

No supe decir que no a nada, supongo que por ese miedo a perderte algo tan humano y estúpido. Y llegamos al Baranda. Ni rastro de un recuerdo. Otra escena que perdí por el retrete. Pero me encontraba bien, o lo suficiente para llegar al Madrugón ese.

Íbamos a hacer parada en el Bik Bok. La dinámica de Alberto, siempre abstemio desde las 3 de la madrugada, era como una inercia descontrolada sin escapatoria ni renuncia.

Bebí agua. Quizás la primera de todo el día.

O Barco se había empeñado en amanecer, así sin aviso, y al parecer hasta llegar al Madrugón había que caminar durante un rato.

Cuando Alberto me dijo “es aquí”, no encontré yo ningún garito, bajo, nave industrial ni nada que albergara cualquier resto de after. Todo era silencio. Y para un rave de exterior aquel lugar a la orilla del río Sil me resultó incluso peligroso.

“Quítate la ropa que vamos a empezar el descenso”, afirmó. 

Puedo asegurar sin miedo a equivocarme que no había sentido un terror tan instantáneo antes. Levanté la vista y no vi otra cosa que una tradición suicida de descenso a nado matutino por el río.

Allí dentro, en calzoncillos, el frío era tal que no soporté tener partes del cuerpo.

No volví a llamar a Alberto.

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