Opinión

Maruja nunca vio el mar

Al pasar por delante siempre estaba allí. En el número 14 de la Calle Colón, en el doce si es que de repente nos regimos por la renovación prescindible de los números de las casas.

Pero Maruja siempre estaba allí.

Le faltaban los surcos inquietos que a menudo se instalan debajo de los pómulos, los del sonreír, que quizás los perdió en alguno de esos días en que ya no hay nada que arreglar, destrozar o reintentar. Los surcos, cuando se van, casi nunca vuelven.

Se pasaba el día sentada allí, detrás del mostrador del estanco diminuto que alguien incrustó en el portal de su casa, más allá de los dos escalones traicioneros por los que tantas veces amenazaste con caer.

Donde papá me mandaba a por tabaco.

Ducados duro, que el blando se me dobla.

Maruja nunca vio el mar. Se le adivinaba por la manera de mirar a ninguna parte desde el balcón sobre el estanco, como si justo detrás del edificio que tapa el sol del aperitivo estuviesen todas las cosas que no hizo: ir a New York, coger un avión.

Maruja es el nombre que le concedí por el miedo estúpido a preguntar a la gente que me cruzo a diario el apelativo que le adjudicaron al nacer, que la idea de llevar una tarjeta de identificación de repente se me antoja como una solución pragmática arregladora de lo cobarde. Nunca la vi fumar, ni siquiera para matar el tiempo. No la vi tomar café en el bar Madonna, tampoco en el Simago comprando chorizo o Don Simón. Juraría que la vi sonreír tan solo una vez. Cuando mi abuelo le dijo que Samil no estaba tan lejos, que un coche de línea la dejaría cerca de allí.

La recuerdo con la bata de alivio y los tobillos fatigados, haciendo las cuentas en un cuaderno lleno de número ininteligibles, donde yo le dibujaba un pito si se despistaba hablando de fútbol, de política, de lo que hubiese que hablar por el simple hecho de hablar. Hablar, algo tan sencillo que nos empeñamos en enredar. Recuerdo la radio puesta en la parte de atrás. La parte de atrás era un espacio desconocido que una cortina escondía con empeño dudoso de ejecución perezosa. Pero sobre todo recuerdo a la vecina de enfrente gritar desde la ventana Maruja, ¿cómo vai?; Vai indo muller, vai indo.

Y los geranios rojos que no paraban de gotear.

No sé si Maruja era feliz, si le gustaba su estanco, si se llegó a casar.

No lo sé, pero creo que Maruja nunca nunca llegó a ver el mar.

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