Opinión

Películas porno

En 2002 alquilé una película porno.

No es que tuviera intención de verla, no soy un loco dispuesto a ver una largometraje de tal carga emocional. En realidad yo solo quería sentir el miedo dentro del pecho una vez más.

Casi nadie lo recuerda ya, la memoria es una herramienta capaz de seleccionar las escenas convenientes, pero hubo un tiempo en que el miedo estaba por todas partes.

En todos los sitios donde estabas tú.

El miedo estaba en el videoclub, en la sección de las películas porno -conocidas durante una época trágica como películas de putas- allí arriba donde los ojos a veces no llegan. En el miedo se podían distinguir las tiempos. Lo primero, y quizás más difícil, era la elección de la película. Lo malo de los géneros de cine es que todo se basa en teorías y las realidades son otras. Así uno podía escoger un romance donde Eduardo tiene pitos en vez de tijeras o un drama del hogar donde el fontanero, como buen autónomo, ha de revisar algo más que el fregadero.

Una vez escogido el título, el camino hacia el mostrador se antojaba a lo menos, tortuoso. El miedo también estaba en el rostro de la persona encargada de registrar el préstamo de la cinta y en el espacio vacío entre la nuca y la mirada de la siguiente persona de la cola de alquiler.

El juicio social concentrado en un metro.

Tras guardar con movimiento de pericia de trilero la caja en una bolsa, pues a las películas porno una vez adquiridas les cambiaban la carátula por una con efecto borroso más delatora si cabe del acto casi delictivo, la estrategia se centraba en avanzar despacio hacia la salida, deteniendo el interés en algún artículo inofensivo: un paquete de chicles, la revista HOLA.

De todos es sabido que el mejor escondite suele ser no esconderse.

El miedo desaparecía por un tiempo.

Cuando se bajan las persianas de las casas y no importa qué hay al otro lado.

No sé cuanto tiempo es el adecuado para el consumo de una película porno. O si las personas la revisitan una vez terminada, pero sí conozco el tiempo máximo de alquiler antes de que el recargo por retraso en la devolución se haga efectivo.

El miedo a entregar la película de nuevo en el mostrador hacía alianza con el miedo a recibir una carta donde se exigiese la recuperación de ‘Vine a por trabajo y me comieron lo de abajo’ y fuese tu madre quien la abriese.

Solo existía una salida: deslizarla por debajo de la persiana del videoclub una vez fuese madrugada. 

Y el miedo entonces era ser cazado por alguna cámara de seguridad.

El miedo estaba por todas partes, a veces en el videoclub, a veces en todos los sitios donde estabas tú.

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