Opinión

Xoldra: un incendio sin control

Las obsesiones me persiguieron durante todos los días en que me despisté del alrededor.

Me obsesioné de manera consciente con algunas compañeras de 5º de E.G.B. No con ellas, ahora lo entiendo, sino con la idea utópica de la vida que la televisión de los ochenta puso en mí.

Colegio. Instituto. Pareja. Universidad. Boda. Hijo. Casa. Morir.

Otras obsesiones involuntarias estaban siempre ahí. Sin que yo pudiese detectarlas, agazapadas entre los restos de la resaca que se tiene los lunes.

Sin yo quererlo de un modo activo, fue frecuente toda mi vida una atracción incontrolable por los sótanos; los datos están ahí: los diez escalones del Torgal, la bajada tambaleante al Rock Club, al 7 PeKdos o aquella suerte de after que llamaron Down donde fumar era casi requisito imprescindible del club de los de abajo.

Recuerdo el primer sótano de mi pequeño trastorno.

O, mejor dicho, recuerdo mi propio recuerdo.

El nombre, Xoldra, seguirá siendo una incógnita, tal como lo es el motivo por el que un día decidí saltarme la norma universal de no entrar en lugares desconocidos.

En los lugares desconocidos fui demasiado feliz.

Yo andaba ya en estado de vida alegre, eufemismo que no esconde otra cosa más que la práctica favorita del Milhomes, y aunque la pendiente de aquel sótano podía parecer un acto de riesgo del que huir, esa vez no me escapé.

Ruido, gente, alcohol y yo.

La sucesión de chupitos numerados como una carta de platos combinados dificultaba la elección, y la visión, y la escena de pronto se oscureció como lo hacen las lentes esas que cambian de color al contacto con la luz.

Un humo negro de tono Dementor engullía la nube que todos los cigarrillos habían acumulado algunos centímetros por encima de las cabezas, pero sentado allí al fondo del sótano, frente a la barra, que no estaba yo cagando, el chupito cuarenta y cinco me distraía de todo acontecimiento. Fue que Paco, un camarero extraordinario en educación pero escaso en la conversación pues solo abría la boca si tenía algo importante que decir, se alteró de pronto. Conducta impropia del mesero.

Leí en sus labios la palabra ‘fuego’ con una nitidez asombrosa para mi estado adulterado.

La misma nitidez con que una pequeña llama asomó del otro lado del mostrador.

Me dirigí hacia la salida pues es tradición dejar que sea el capitán el último en abandonar el barco, y ya en la calle encendí el enésimo cigarrillo mientras el local era abandonado en absoluto desorden.

Cuando un transeúnte preguntó que sucedía, no pude sino responderle firme con la verdad: ‘está el ambiente que arde’.

Aquel sótano cerró para siempre un poco más tarde.

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