La figura del cunero, aquel candidato que se
presenta por una circunscripción con la
que, en principio, no tiene ningún vínculo, fue frecuente durante los primeros años de
democracia. Los partidos políticos, con
unas estructuras aún precarias tras cuatro décadas de dictadura, necesitaban explotar el tirón
popular de aquellos personajes que iban
teniendo proyección pública y los repartían de forma aleatoria por aquellas provincias en las
que su popularidad pudiera dar mayores
réditos electorales.
Las primeras filtraciones sobre algunos
cabezas de cartel para las próximas
elecciones generales de marzo nos devuelven ilustres cuneros. La candidatura de Jaime Mayor Oreja
por Toledo, y las de los ministros
Alfredo Pérez Rubalcaba por Cádiz y Mariano Fernández Bermejo por Murcia, demuestran el fenómeno y
su transversalidad.
Pronto sabremos algo
más de su pedigrí local una abuela materna, aquellos veranos infantiles, una novia de
juventud¿, pero de momento permanecen
ignotos.
En un mundo global puede resultar absurdo
reivindicar lo provincial sin parecer
paleto. Incluso los electores de muchas provincias
preferirán votar a un candidato brillante y con tirón, aunque haya nacido en las antípodas, no haya
pisado la tierra y no se sepa la letra
del himno provincial, que a un oscuro candidato local.
El problema está en
el sentido de las cosas. Y parece evidente que cuando los constituyentes decidieron
establecer la circunscripción provincial
en las elecciones, aún cuando ese ámbito produce algunas sustanciales distorsiones en la
representación, era para conferir al parlamento
una fisonomía que reflejase lo más fielmente posible la distribución territorial del país, tomando
como referencia la provincia.
Es lo que hacen, por cierto, los partidos
para nutrir sus órganos de decisión de
ámbito autonómico o nacional. Y si parece improbable que las organizaciones territoriales de los
partidos aceptasen la presencia de
cuneros, no parece razonable que las admitan con tanta naturalidad cuando de unas elecciones
generales se trata.