Opinión

La belleza de la muerte

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photo_camera Un camposanto.

Doblan las campanas. En Difuntos se detiene el calendario. Toque de silencio en las cornetas. Temple, frío, y sigilo. El estruendo estremecedor de los muertos. La evocadora sinfonía del recuerdo. Sopla el nordeste y las flores secas bailan en remolinos en las esquinas, acariciando las lápidas que están a ras de suelo. Cae una lluvia densa de gotas menudas, al primer cuarto de la tarde, mientras el cielo nos abriga color ceniza. Nuestros pasos repican en el cemento y el suelo retumba hueco también sobre la tierra y la hierba. Es el eco del cementerio, el que recuerda el escaso suelo que nos mantiene a flote, y lo delgada que es la línea de la vida. Somos trapecistas durante un tiempo, antes de caer de nuevo a la eternidad, por la trampilla de la providencia. Y descansar aquí, entre cemento, tierra, y flores secas. Entre cruces y sombras de cipreses. En un lugar como éste. Tan triste, tan bello, tan fiero, tan sereno. Eterno, en el alma de un poeta. Solemne, en las manos de un párroco. Gracioso, en los ojos de un borracho.

Hubo un tiempo en el que mirábamos a la muerte a los ojos. Fue hace años, cuando todavía los niños no creían en las calabazas. Entonces no era tan ruidosa la muerte, ni tan duro el trámite, ni tan rápido el olvido de los muertos. Galicia, con su sensatez y su templado respeto a la tradición, se convierte en la conciencia de España cuando se trata de admirar las postrimerías del anochecer, y de escudriñar la sabiduría de su gama de oscuridades. Como una abuela enlutada desde niña, atraviesan el Día de los Fieles Difuntos con sus paraguas oscuros, haciendo cola ante los cementerios para llevar una flor y una oración a los suyos. Un recuerdo, algunas lágrimas, y muchos abrazos, para acompañar a los que se han ido y a los que esperan, para recordar que de la hermosura del jarrón brillante saltaremos de nuevo al polvo apagado de la arcilla seca. Como en un sueño. En un golpe de suerte. En un pliegue de nuestra llenísima agenda. En un instante de la construcción de nuestra magna obra. Y caeremos al olvido de la tierra y a la paz de Dios.

Tarde de otoño, noche en día. El aroma intenso de los claveles y crisantemos, a los pies de un nicho aún impoluto. Un viaje reciente, supongo. Lágrimas jóvenes y recuerdos vivos, contrastan así con los maceteros rotos, los nombres borrados por el tiempo, y las hojas oscuras arrasadas por el otoño, que se quiebran al rodar por el cemento y crujen bajo nuestros zapatos. Las cruces de piedra dorada en lo alto, Cristo en plata, brillante y eterno, sobre lápidas labrador oscuro, y ramitos de flores rojas y rosas. No nace la tarde esta tarde. No muere el día este día. Sólo la luz, ceniza blanca, y los muertos. Sólo las flores y el suave murmullo del viento, recorriendo las callejas del camposanto, revolviendo apellidos, vidas grandes, fotografías arrugadas, y sonrisas lejanas y serenas. Sólo las oraciones de los amigos, de las familias, y aquellas que llegan de las iglesias y conventos de todo el mundo, cuando al altar se suben los sufragios por los difuntos, y viajan por el orbe como sombras de luz alargadas por la prisa, como abrazos urgentes al encuentro de las almas, aún atrapadas en el interludio bendito del purgatorio.

Casi todos los grandes poetas se han rendido al encanto de la muerte. Unos para hacer del umbral de la vida una elegía, otros para evocar a los que ya no están, casi todos para hablar con la muerte, frente a frente. Desde Manrique hasta Rosalía, desde Becquer hasta los Machado. Y Juan Ramón, y Gil de Biedma, y Foxá y su cimera Melancolía del desaparecer. Hay muerte en los versos porque la poesía trasciende a la vida, y porque los poetas hacen trazos sublimes de las preguntas que manan del alma al contemplar la estremecedora belleza de la muerte. Esa misma que presume pintada hoy en la ladera de este monte santo, en tonos grises y verdes, sólo rotos por las aisladas gotas rojas de los búcaros.

En el horizonte la soledad más acompañada. Espíritus, misterios infinitos, y perfumes de Dios, siquiera esbozados tímidamente a los ojos del hombre. La partida dejando atrás a los que ya no pueden estar en otro sitio. La esperanza serena del cristiano, que busca con la mirada nerviosa entre las cruces de las lápidas, como queriendo aplacar toda la misericordia de Dios para los suyos. Y la ausencia de reloj. Aquí la lluvia pasa, el sol pasa, el frío pasa, el dolor pasa. Aquí el tiempo cura porque muere, y en brotes hacia tierra se van los cuerpos, y en viajes al cielo se van las almas, como en tierra se quedan las lápidas, y en el aire vuelan los recuerdos desvaneciéndose año tras año. Que son las lápidas piedras labradas y plantadas para la eternidad, pero por manos perecederas y en mundos efímeros. En tierra que el tiempo ha de remover, como muda el paisaje la tristeza de una guerra, o la alegría de los años de bonanza en la silueta crecida de una ciudad.

Qué grandes los mausoleos para albergar restos. Qué pequeños los restos para albergar vidas. Y qué vistas, cara al mar, para descansar, aún cuando el cielo esté lejos ya. Quizá porque así queda el consuelo del último viaje a puerto, de amarrar el cuerpo a tierra y entregar el alma a Dios, como marineros vencidos por los años, pero caídos con honor. Vierten sobre el alma estos cementerios una paz lavada, entre las formas difusas de sus cruces, compañía final de estos muertos que habitan aún estando ausentes, que llegan exhaustos y parten quedos, que laten ya para toda la muerte. Aquí, a espaldas de la gran ciudad de sombras inmortales, donde cada día del año atardece la vida como de incógnito. Aquí, al fin, dónde está representado lo que fuimos, la memoria de nuestro viaje, y la razón última de cada uno de nuestros latidos.

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