Opinión

Corresponsal del mar

Está el mar esmeralda. Y el cielo gris. Espuma blanca. Ha amainado el temporal en el noroeste, pero aún se ven los rastros de la borrasca entre las rocas. Algas, botellas rotas, maderas. Extraños bancos de arena se alzan en la bahía cuando se retira la ola. Hoy se puede caminar entre las peñas mojadas. Hoy se puede escribir aquí, sentado en lo alto de la roca oscura, colgando frente al abismo del océano. Un abrigo, una copa de vino, un cigarro al viento. Y el mundo en un sombrero de papel, flotando en el agua.

Se juntan cielo y mar, en el borde blanqueado de una inmensa taza de azules. Al otro lado de la esfera late un mundo al que nunca miramos. La inmensidad, la inmediatez, la locura enfurecida del Atlántico nos llama discretamente la atención. Pero miles de españoles prefieren un día más su metro cuadrado, ese que no es capaz de ver más allá del juego en el que la actualidad política nos mantiene entretenidos. Entran y salen de la cárcel, y como esparcidos por las rocas, a su paso sólo quedan los restos del naufragio. Los destrozos, los misteriosos bancos de arena, y la espuma brillante y vigorosa, que sólo se vuelve calma negra cuando cae la noche y duermen lentamente los telediarios. 

A mi alrededor, el acantilado, la España que piensa. A menudo se dibuja su silueta detrás de un cigarrillo. Me identifico plenamente con ese español que pasea la costa, pensativo, quizá las manos en los bolsillos. O con el que se pierde a esta hora contemplando un bosque de robles, intentando besar el cielo con los ojos entre los claroscuros de sus hojas. Es la nación madura contra la espontánea. El país que no somos contra el que quizá no nos queda más remedio que ser. 

Miran al mar, entornan los párpados, y se peinan los cabellos con la mano. Su mente no es ningún secreto. Bastante más cerca que la convención del PP que copa a esta hora los informativos, ellos tienen el fin de mes. Remontar la cuesta de enero se está convirtiendo en una pesadilla, ahora que dice el Gobierno que todo va bien. Lo meditan entre bocanadas de humo, al relente salado de este mar. “Debo ser yo el único idiota que no va bien”, se lee en sus ojos. En todos sus ojos.

Aquí frente al Atlántico las cosas se ven de otra forma. Este océano parece esconder el futuro entre sus pliegues más lejanos. Mientras, a nuestra espalda urge la ciudad, con sus requerimientos, sus impagos, y sus exabruptos a pie de cárcel, abriendo boletines. Y bien se podrían ir todos al fondo del mar. Lo pienso y oigo la voz cascada de Aznar en la radio de un coche. Suena como un extraterrestre. Argumenta como un extraterrestre. Lo aplauden como a un extraterrestre. Supongo que se trata de un pato. 

Hay un enjambre de gaviotas en la otra roca. A una de ellas se le han caído un pez y todas se han lanzado a comérselo. La salvaje vida de los animales. La única gaviota que se mojó para traer el pez se queda hoy sin comer, mientras que las que estaban echando la siesta se están poniendo las botas con su pez. No me sorprende. Al fin y al cabo tenemos el mismo sistema fiscal que estas gaviotas. Y se supone que nosotros somos los inteligentes. Por otro lado, si yo tuviera alas, a buenas horas iba a asomar mi plata a la insaciable pituitaria de Montoro.

Acaban de desplomarse las temperaturas en el escritorio marino. Ha sido cosa de diez minutos, al doblar la tarde. El frío ya es la primera preocupación de los españoles, por delante del paro. Al menos, para los españoles encaramados a este acantilado. Trato de completar la belleza del mar y beber de su rugido. Trato de olvidar y olvidar. Trato de encontrar la esencia en este gélido mirador. Las cosas bellas de la vida nunca ocupan las portadas. Con qué aplomo recito la teoría y, sin embargo, tropiezo una y otra vez en el tedio nacional. Si no es la radio, es el comentario cansino de un pescador –melancolía de aquel tiempo en que se pescaba en silencio-, y si no, veo desigualdades en la jerarquía de los peces. Da igual. La política es una enfermedad. Sin duda, degenerativa.

Dificultades serias ahora para esta ocasional corresponsalía. Arrecia el mar con la marea. El vendaval, desatado. Y los salivazos del mar empapan mis cuartillas. La luz se ha ido. Nos abraza un cielo amoratado, dispuesto a tronar. De momento sólo relampaguea el faro. Los pensativos se han marchado a casa, los pescadores se han callado por fin, y una joven romántica me mira fijamente al cogote, preguntándose si estaré escribiendo mi obituario.

Ahora volveré sobre mis pasos, antes de que sea tarde, con la seguridad de haber sobrevivido a la columna, sin caer en la tentación de la pocilga. Al menos por una semana. Que nos esperan meses de bostezos y promesas vacías. Y que enero sigue hoy en las calles de la ciudad, con sus ojos de cobrador de morosos, y sus insoportables promesas de cambio en la boca de todos los candidatos. Miro al mar por última vez. Eterno e inmutable. Ya no hay duda. Definitivamente, no me gustan las cosas que cambian.

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