Opinión

Donde no para el tren

Cuervos y cristales rotos. La maleza se come todo menos la vía. Sol de fuego. Silencio de la hora de comer. Cientos de ausencias. Escribo estas líneas desde una estación ferroviaria de la Terra Chá. Desvencijada y abandonada. Colgando las piernas sobre el andén. Vía muerta y vía viva. La que espera al tren que pasará, silbando a la noche. No habrá viajeros. No para aquí. Llega tarde siempre a algún lugar y silba porque, como en la tristeza infinita de tantas estaciones gallegas fantasma, lo único importante es que nadie se cruce en su camino, causando lo que la modernidad llama con desdén ‘incidencia’. 

A mi espalda, el edificio breve de la vieja estación. Contras cerradas, pintadas de ayer, amores que eran para siempre en las contras de madera. Me rodean casas de piedra abandonadas. Me asomo a la penumbra de sus cristales rotos. Todas las casas muertas tienen el mismo aspecto. Mantelería corroída. Cortinas rotas. Bombillas de polvo que solo dan oscuridad. Tierra, malas hierbas, y guijarros como suelo. Cajones revueltos en la cómoda. Una vela y cera fósil sobre la mesa del comedor. Todas las casas muertas parecen abandonadas con inquietante urgencia. 

Una cadena y un candado en la entrada, es la única defensa que queda en pie. Esa puerta de madera azul celeste, astillada y desconchada, permite el paso a todos los gatos del barrio. Por las ventanas asoma aún el dormitorio principal. La cama sucia, llena ramas secas y tierra. Las sábanas en un montón. Una lámpara rota en el suelo. Precioso el escritorio. Si no estuviera colmado de telarañas, entraría para firmar desde allí esta crónica, retando al tiempo que ha condenado a la muerte y al olvido esa madera preciosa y envejecida. Todo es polilla. Y su silla, tan delicada, y su lapicero, ahora vacío. Quienes asaltan casas en ruinas se llevan hasta las cosas más extrañas. Robarle los lápices a un muerto anónimo es como prenderle fuego a su álbum de fotos.

Gritos y risas me despiertan en un banco del andén, adormecido por este gris plomizo y abochornado que brota del cielo. Tres niñas aparecen por la curva del trazado, y corren por la vía, del bosque a la estación, para entrar al pueblo. Más de cien metros de carrera obviando todas las señales que prohíben el paso. Las saludo al llegar a mi altura. No tienen más de diez años y una infinita inconsciencia. Por la soltura que portan, deben hacer esta ruta a diario. Anoche escuché temblar las vías a deshora. Me asomé al andén, unos kilómetros más al noroeste, y lo vi pasar: era un viejo convoy de mercancías, quemando vía a gran velocidad. La misma que ahora recorrían alegremente estas niñas. Supongo que la infancia es tiempo de poner a prueba al ángel de la guarda. De otro modo no se entiende la inocencia de caminar al borde de la muerte, sin pensar en ella siquiera un instante, coreando esas canciones infantiles que parecen ahuyentar cualquier peligro.

De vuelta a la soledad, reparo en la escena del reloj, la estación cerrada, y las grandes casas de aldea plagadas de fantasmas de soledad. Con la pena escondida en la huerta, otrora brillante y fecunda, donde los restos de los cultivos están siendo asfixiados por espinadas zarzas. El viento hace temblar los frágiles cristales del primer piso, que aún se conservan a trozos.

Qué escena tan lúgubre y crepuscular. Abuelos muertos, padres sin hijos, hijos sin hijos. Adiós hacia las Américas, vuelta al pueblo, o muerte a la vida antigua entre el hormigón candente de la ciudad. El camino hasta aquí, lejos de la autovía, no es más que una sucesión de casas sin más vida que el recuerdo, aisladas mansiones rehabilitadas, y decenas de viejos paseando. De luto ellas, con muletas ellos. Andan despacio, se paran, y me miran con pasmo al pasar, con sus ojos al otro lado de los brillantes valles rugosos de la vejez. 

Hay quien no quiere verlo. Valiente osadía. Pero buena parte de España se cae lentamente, engullida por el sumidero demográfico. La cara sonriente de la fachada, en la gran ciudad, esconde detrás el patio abandonado, donde los trenes no paran, y las grandes casas familiares del rural son un criadero de animales salvajes, y esas fincas que un día albergaron a grandes familias son solamente carne de rateros. 

Cruzo el umbral de la tiniebla en otro hogar marchito, a pocos metros de la estación. Reparo en un cabecero de cama. Alguien ha intentado defender las ventanas rotas con él. Protegido por las gruesas paredes de piedra, mantiene vivo su último barniz, aunque manchado por el sol en la esquina más expuesta. Pertenece a una cama de matrimonio, buena madera. Recorta sus formas redondeadas y cae sobre delgadísimas patas. Antaño las patas de todos los muebles, mesas, y sillas, eran finas y estrechas, como niñas guapas de ciudad sobre sus tacones de sábado noche. Tal vez se hicieron aquí, en el taller que hay junto a la casa, donde las últimas partidas de leña yacen bajo maleza desbocada. El techo del taller se ha derrumbado. Brillante ironía de la naturaleza. 

La belleza de esta cocina antigua me hipnotiza. Tan solo los garabatos grafiteros y los destrozos de vándalos me despiertan del sueño de otro siglo. Con la cocina de leña oculta bajo hojas de mil otoños. Viejos utensilios de hierro enterrados entre trapos. Y un retazo del azulejo que un día debió adornar la estancia. 

Avanzo desde la vía por esos senderos que discurren junto a la antigua carretera nacional. Asoma a lo lejos un cementerio. Supongo que allí duermen los que un día habitaron estas casas. A menudo Galicia es un camposanto y una iglesia, y un montón de flores. Las cruces y pináculos, bien altos, recortan sus negras siluetas en el sol. Los peregrinos se detienen y hacen fotos. Algunos se santiguan. 

Nichos sin estrenar, muertos de 1936, y tumbas viejas. Paseo entre ellas y se escuchan aún plegarias de cuando los muertos se recordaban durante toda la vida. Una nube negra oculta el sol. La gran llanura lucense apaga su verde. El calor se acumula en los cultivos. El campo vaporea a tierra mojada. Y ya las gotas son gruesas y pesadas. Lluvia de verano. Galicia suspira otro agosto, en silencio, con su belleza detenida en el reloj de un abuelo.

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