Opinión

A propósito de los amigos

Repaso cartas. Qué excentricidad. Me gusta hacerlo a la luz de una vela. Sobredosis de melancolías en cada juego de sombras. La respiración revuelve la llama. Cambian los tonos de dorados en las paredes. Fantasmas negros en el techo. Se agrandan, se esfuman. Y vuelta a la hoja. Tinta corrida. Reseca. La humedad quiere borrar toda huella. Diez, quince años. Veinte. El tiempo es la medida del olvido. Porque hubo un día en que las cartas se amontonaban en el falso fondo de un cajón. Y allí se desvanecían nombres. Repaso papeles viejos y ya no están. Los amigos para siempre se los fue llevando el tiempo, los versos que enviábamos, hoy nos sonrojan, y las chicas que amamos ahora hacen cola en el pediatra. Felizmente. Y qué hay, al fin, de estas canas vespertinas. Las mías. El humo de la vela señala el camino del alma. El lento transcurrir de los días se ha vuelto vértigo. Ya no hay manera de atrapar el calendario entre las manos.

Una copa de vino. Un tinto viejo. Rueda el reloj por la madrugada. Carísimo corre ya el silencio en el edificio. Sólo estas noches en blanco permiten la pausa y la deriva a la nostalgia. No es tristeza. Abrir la ventana al pasado y dejar pasar el tiempo. Afrontar lo que un día escribimos y no enviamos. Olvidar lo que un día afrontamos y no escribimos. Son partes de un mismo recuerdo. Unas manos pálidas, tímidamente enjoyadas, reposando sobre la frente. Extraña esta fotografía. Una sonrisa de ayer, hoy ya no sonríe. Y el abrazo eterno con quien fue arrasado por el juez inexorable, amigo que esperas al otro lado de la vida. Llegaremos.

Postales urgentes. Mal escritas. Mal firmadas. Es gracioso encontrarse con las cartas que enviábamos a casa desde aquella niñez. Es difícil enfrentarse a ellas. Detesto a esa gente que no se arrepiente de nada. Vivir es ir renunciando al pasado. Someterse a la estridente psicodelia del futuro. Cartas de amistad, efímeros amores. Rúbricas de admiración a ídolos de barro; no obtener respuesta fue una magnífica lección. Pintadas estúpidas. Cuántos garabatos guardados en estas viejas libretas. Cuántas canciones nacidas para la hoguera que, no sé cómo, han logrado sobrevivir a las mudanzas y limpiezas, a las inclemencias de las prisas. Y esas fotos horribles. La dureza de un salto extraño de la niñez a la juventud, pasando por decenas de paisajes y objetos anodinos; mérito muy superior entonces, cuando los revelados no eran de usar y tirar. 

Los fantasmas se paran en el techo. Golpes de luz azul. Ruge un motor. Un coche de policía atraviesa la avenida y deja su estela en el techo. Vuelvo a mis papeles. Lentísima constatación de la melancolía. Volátil antología de amigos extraviados. Y sin embargo, unos asoman a través de los años. Como familia. Se han hecho de casa. Entran y salen por las alegrías y bofetadas como el paisaje de una vida. O aquellas otras amistades incipientes. Están allí sus cartas, entonces tan muertas, quizá porque hoy son viveza e intensidad, y risas y actualidad. Qué estúpidas las primeras palabras de una amistad. Qué livianas las bromas de los 90. Qué angostos los parámetros de nuestros amores de fin siglo. Caspa. Caspa enamorada. Ni un atisbo de nosotros.

Relleno la copa. Sangre del Sil. Sangre de la Ribeira Sacra. Recortes de prensa del día en que murió Enrique Urquijo. Noviembre de 1999. Tristeza. Un niño posa, tan descolorido como su recuerdo, bajo un cuño de transporte escolar. Recuerdos de Primera Comunión en papel de ángeles. Un montón de compañeros de clase que ya no he visto crecer. Recuerdo mejor su habilidad para jugar al fútbol que sus nombres. Así dividíamos el mundo. Con una sencillez tan genial que hoy sería inaceptable. Por suerte entonces sólo nos importaba que el balón entrara. Y la Nocilla. La Nocilla era otro asunto que no preocupaba bastante.

“Salir, tocar, para verte sonreír”. Una letra de Nacha Pop apurada en la hoja de un cuaderno. “Un viaje más, olvidar la luz de un bar / durmiendo mal y soñando con cantar”. Pues sí que era largo el viaje. Lo que no nos dijeron es que no había billete de vuelta. Gracias a Dios. Que el pasado vive bien en la memoria de los melancólicos, pero enloquece en el presente. No entres nunca en los bares en los que te enamoraste de la primera niña de ojos verdes. No vuelvas a aquellos lugares donde el fantasma de tu juventud todavía sonríe entre estertores. Dicen los sabios. No lo he probado. Mi interés por visitar los restos del naufragio es meramente literario. Me basta manosear estos papeles, tan rugosos, llenos de polvo, para recordar sonrisas, palabras, y canciones, y conservar el sentido común de salir corriendo hacia mañana, que será ayer muchos antes de lo que ayer fue ayer. Hoy los días corren de verdad. No como entonces, que parecían hilvanarse con pereza, construyendo el improvisado camino desde los viejos tiempos a los sueños cumplidos. 

Gotea la cera. El frío la paraliza en venas que se van endureciendo a través de la noche. La vela toma la forma de una vida. Forja el fuego. Y hemos girado en todas las dimensiones, desde estas cartas entre exámenes finales hasta el presente, verdadero examen final a cada minuto. Y han mutado también los rostros cercanos, las lealtades. Hemos fallado y olvidado. Hemos perdido. Hemos fracasado en muchos planes de querernos para siempre. No era cierto aquello de que algo se muere en el alma. A veces, se van sin más. Hoy, más cara la amistad, tendemos más firme la mano. Conscientes. No tan pasionales. Más sensatos. Más fieles. Dispuestos siempre a dudar de toda promesa de eternidad que tenga sus raíces clavadas en esta tierra de muerte. Y pese a todo, que esta vela en el salón se convierta en hoguera, lo prenda todo y nos devoren las llamas, si era cierto que podíamos haber llegado hasta aquí sin el calor y el sustento de aquellos viejos amigos.

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