Opinión

Un viento de insensatez

El asunto está en los boquerones fritos, que son cosa de otro planeta en este bar. Mención aparte, la tortilla. Todo bien. Aunque yo había venido a respirar cómo es posible que aquí, entre estas viejas paredes con retratos de otro siglo, Jardiel Poncela encontrara siempre la musa de su ingenio. Es la Cervecería Alemana de Santa Ana, y tiene el Madrid literario pocos centros de peregrinaje tan respetuosamente conservados. Y tan limpio de intensidades e imposturas. Que no hay peor cosa que esas hordas de escritores crudos, sentando el culo en la silla en la que lo puso Hemingway por última vez, intentando escribir ‘El viejo y el mar’. Y eso no ocurre en la Alemana. Aquí la gente viene a silenciar el mito, a respetar lo que fue y sigue siendo, y sobre todo, a celebrar esas cañas tiradas de un modo capaz de agradar a Dios y a los hombres.

Mucho disfrutaría Jardiel con esta eterna investidura española. Me lo ha contado una gamba con gabardina que, como es sabido, son las gambas con las que el CNI se entera de lo que se cuece en los bares de la villa, que es donde siempre se ha cortado el bacalao. He caído en esta barra después del show del Congreso. Otra de esas convocatorias para anunciar que no hay nada que anunciar. Y comprendo que el oficio de periodista se inventó por el pincho y la caña de después. Lo de tener que escuchar a los portavoces de los partidos es la penitencia, tan propia de este tiempo cuaresmal.

Me dice una amiga con pluma y larga trayectoria que, para un periodista de raza, España vive un momento que no puede ser más emocionante. Y estoy de acuerdo, pero solo en la medida en que puede resultar emocionante una carrera de caracoles de plástico. Llevamos un montón de semanas sin gobierno y la cerveza sigue al mismo precio, y eso hace que se me derrumbe también el mito de la feliz anarquía. Ni siquiera ha crecido el tamaño del pincho al que te invitan en algunos bares, y los programas políticos de televisión son el mismo todos los días. Quizá alguien se ha olvidado de sacar la cinta, y gira y gira cada día con las mismas preguntas, idénticas respuestas, y la misma enfermiza obsesión del gremio por contar como gran noticia que no hay noticia.

Enfrascado en un platito de ensaladilla, pienso que este lugar debió ser precioso cuando –me cuentan- Ava Gardner aún podía fumar en la barra, y me despierto del sueño con el pitido del móvil, y la foto de la firma en el Congreso, ese gran acuerdo. Me asombra que Rivera se preste a esta broma, a esta representación teatral con puesta de escena ambientada en la Transición, pero más vacía que la billetera de un poeta. No me sorprende Sánchez, que se ha propuesto que se hará un selfie en los sillones de la Moncloa, poniendo los pies encima de la mesa, aunque sea lo último que haga. Y está en su derecho. Quiero decir que cada uno elige cómo quiere arruinarse la vida y, por ende, como quiere disolver su propio partido.

itxu28022016_resultVengo de subir las Cortes, jadeando entre las luces de las cámaras, y con esa sensación de que a mis espaldas queda la noticia. Que, a fin de cuentas, todo esto importa un pimiento mientras los calamares a la romana tengan ese rebozado levemente crujiente que hace de la profesión periodística algo mucho más llevadero. Yo, de ser Sánchez o Rivera, habría exigido que el acuerdo se firmase en esta cervecería, que al menos, aún firmando papel mojado, te garantizas que la comida inmediatamente posterior será copiosa y deliciosa, y estará a la altura de la circunstancias. ¿He contado ya cómo está la tortilla aquí?

Ha salido el sol sobre las terrazas de Santa Ana. España amenaza primavera. Y están las turistas suecas muertas de miedo porque se han dejado el protector solar en esos países terriblemente lejanos en los que viven durante el invierno. Yo salgo a hablar por teléfono a la puerta del bar, para que me dé el sol. En realidad no hablo con nadie, finjo, como Susana Díaz cuando alaba a Sánchez. Disimulo para aprovechar los escasos rayos solares de febrero, antes de seguir con este aperitivo ilustrado.

La luz cálida y amarillenta me hace sentir bien. Comprendo ahora que hemos nacido para la playa. Todo lo demás es accidental. Siempre me pasa: han salido estos primeros rayitos de sol y se me ha disparado esa vitamina cuyo nombre no recuerdo. Todo esto de vivir a la sombra es un invento moderno de los tipos con pecas, que aborrecen el sol porque se queman. Pero la playa tiene todas las cosas a las que un hombre, e incluso un periodista, puede aspirar en la vida. Donde se ponga una playa y un verano que se quite la emoción de toda investidura bajo la nieve.

En el reparto de asentamientos primitivos, no alcanzo a entender por qué algunas personas decidieron quedarse en lugares como éste, tan lejos de toda costa. Si exceptuamos, claro, la existencia de cervecerías, castizas y con solera, que justifica en sí casi todo traslado al interior, por arriesgada que pueda parecer la decisión. Con todo, la playa ahuyenta las decisiones importantes, relativiza los conflictos políticos, y además está llena de chicas guapas y restaurantes ricos. La política es ya la lluvia gris de la vida. El tedio. Si hace años escribí sobre el proceso de desafección de los españoles, que era el mío propio, hoy me limitaría a insistir en las virtudes de un buen plato de jamón, acompañado de un vino por el que merezca la pena arruinarse. Casi todo lo demás puede esperar. Vuelvo al mejor Jardiel: “La vida, por ejemplo, es amarga. Pero, en cambio, por ser amarga nos abre las ganas de comer”.

Y volver a Jardiel es volver a los boquerones fritos de la Cervecería Alemana, y toparse con el mismo columnista cansado, desconcertado, y confundido por la cerveza, que me encontré al comienzo de este artículo. “Un viento de insensatez, de estupidez, de desequilibrio, de locura y de incongruencia agita las arboledas del mundo”, escribe el dramaturgo en ‘La tournée de Dios’ y yo se lo siso sin rubor, “y todo tiene consecuencias inesperadas y absurdas”. Inesperadas y absurdas como otro plato de boquerones fritos, mirando con desdén a sus depredadores.

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