Opinión

CONSTELACIÓN DE PURPURADOS

Llegan a Roma de los cuatro puntos cardinales. Hablan todas las lenguas y lucen todos los tonos de piel. Algunos moran entre rascacielos y otros entre chozas; los hay intelectuales brillantes, otros eficientes organizadores, algunos combativos y heroicos. Hay rostros a los que aman las cámaras, mientras otros evitan a los medios como gato escaldado. Los hay de tableta y de bolígrafo de plástico, algunos en la raya de los ochenta, pero unos pocos gozan todavía de una singular juventud cardenalicia por debajo de los sesenta años. Y no es que, con cada uno, se pueda rodar una película como la que narra la vida de Karol Wojtyla, pero nos sorprenderíamos de algunas perlas de personalidades escondidas en este Colegio.


Ante este variopinto escenario, lo más prudente es no hacer quinielas. Sobre todo porque las que estos días reflejan las portadas de los principales medios, son sólo el espejo de las personalidades más conocidas e influyentes, lo que no significa que el nuevo sucesor del Pescador de Galilea sea uno de ellos. El Espíritu es quien conduce a su Iglesia, pero como ha dicho bellamente Benedicto XVI, lo hace mediante hombres, porque así lo ha querido. Y estos hombres están obligados en conciencia a buscar el mejor, pero siguiendo un sistema (la famosa regla de dos tercios) que impone dejar a un lado los ideales abstractos, para llegar a un amplio consenso sobre la figura que debe sentarse en la silla de Pedro. Y ahí caben todo tipo de sorpresas, como un joven arzobispo del otro lado del telón de acero, o un anciano teólogo al que siempre había tocado asumir labores más ingratas.


Mucho dependerá -ateniéndonos a la praxis- de las prioridades que dibujen los cardenales durante las Congregaciones Generales que han comenzado este lunes. No se trata de matemáticas, sino de una razón iluminada por la fe, que busca por aproximaciones sucesivas. Se requiere un hombre doctrinalmente fuerte, que custodie el inmenso legado doctrinal de los dos últimos pontificados y que pueda compactar una comunidad acechada por el disenso y la reducción del contenido de la fe, pero también y no menos, un hombre en disposición de sostener el diálogo con la razón posmoderna, de hacer presente el acontecimiento cristiano como novedad que sorprende y descoloca, está la gran cuestión de la libertad de los creyentes mermada en Occidente por un laicismo salvaje y perseguida con sangre en muchos lugares de la tierra; y no olvidemos la lucha por la dignidad humana, la cultura de la vida o el diálogo con las grandes religiones, especialmente con el Islam expansivo y ambiguo.


Para cada una de estas cosas hay candidatos mejor preparados, pero claro, no se busca un 'especialista' sino un hombre capaz de mirar cada capítulo desde el centro de la fe, algo en lo que ha sido maestro Joseph Ratzinger.

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