Opinión

Las cigüeñas lloran en el este

Lo que te cuento es verídico, hermano. Bueno, por discreción he disfrazado algunos datos. Qué mundo. Parece como si el planeta fuese un pantagruélico festín de corrupción.

Estoy en casa de Emilia. Sus dos hijos, venidos de un país de la Federación Rusa, corretean felices por la terraza. Está radiante, logró su sueño. Pero dejemos que nos cuente Emilia. 

“Mejor, no me preguntes cuánto gastamos. La palabra que más escuché, como un salmo, las dos veces que estuve allí, fue money, money, dólares, mister.

Habíamos intentado la adopción en otros países, sin éxito. Lentitud, papeleo y demasiados obstáculos. Unos conocidos nos hablaron de una organización, disfrazada de ONG, que nos podría ofrecer una rápida solución. A ellos les fue bien. Cuando hablé con el director no se anduvo con rodeos. ‘Ya sabe, vivimos tiempos despiadados. Todo es cuestión de dinero. La mitad ahora y el resto cuando los niños estén aquí’.

Decidimos jugárnosla con esta gente. Eran unos crápulas. Pero la gente parece estar inmunizada de eso tan olvidado que llaman ética. La solución: desalojar tu Visa por el amor de un niño. Yo estaba desesperada por tener hijos. 

Aquel hombre nos hizo muchas observaciones. ‘En el aeropuerto una persona contactará con ustedes. Lleven ocultos un buen fajo de billetes de cien dólares’. Así fue. Nuestro acompañante nos llevó a varias oficinas. Nos hartamos de cubrir cuestionarios. A una señal, metíamos billetes bajo los documentos. Si vieras con qué avidez los guardaban en sus bolsillos.

Por fin nos llevaron a un orfanato. Desde fuera aquello tenía muy mala pinta. Nos dijeron que todos eran huérfanos de soldados muertos en Chechenia u otras guerras olvidadas. Más dólares, por supuesto. Enseguida, el propio director nos espetó algo despectivo, como si estuviésemos en una tienda de objetos de segunda mano, ‘caminen conmigo y elijan”.

Ahora Emilia guarda silencio. Le cuesta continuar. Su voz se debilita, ahora es temblorosa. “No sé si otros lugares son así pero no logro olvidar las caras de aquel centenar de niños desnutridos y un poco andrajosos. Los más atrevidos se nos agarraban a las piernas y se prendían de nuestras manos. ‘Elijan, elijan’, insistía el fulano en su mal inglés. Señalamos dos niños casi al azar. Tres meses después volvimos. Pagamos facturas extrañas en cuentas extranjeras. El hombre de la ONG fantasma siempre a nuestro lado. Al final, un juez es quien decide. ‘Plata, llévenle objetos de plata’. La pitillera Cartier voló en un plis plas.

Todo había terminado. Allí estábamos en el aeropuerto con nuestros hijos. Felices. El militar miró, severo, los pasaportes. ‘Acompáñenme. ¿Cuánto dinero llevan? Deposíténlo en este periódico si no quieren tener problemas’. 

Ay. Ya pasó todo”. 

Katia y Nicolay se acercan sonrientes.

(Las cigüeñas vuelan rápido desde el Este, si atas dólares a sus patitas.)

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