Opinión

Después de Dios, ¿qué?

Ahora que el periodismo se vuelve máquina y la vida desenfreno tecnológico, uno puede llegar a sentir alegría por la muerte de un nobel como Gabriel García Márquez, no por la muerte en sí, Dios me libre, sino por el trasfondo, por el río caudaloso que como el Nilo que fue dejará fertilidad en la orilla del mundo; gracias al colombiano, a las páginas de esos millones de libros vendidos que la peña desempolva ahora de sus sufridas “librerías”, la humanidad pudiera tener futuro.

“Había desertado de la universidad el año anterior, con la ilusión temeraria de vivir del periodismo y la literatura sin necesidad de aprenderlos, animado por una frase que creo haber leído en Bernard Shaw: “desde muy niño tuve que interrumpir mi educación para ir a la escuela. No fui capaz de discutirlo con nadie, porque sentía sin poder explicarlo que mis razones sólo podían ser válidas para mí mismo”. Es un párrafo elegido no al azar, porque el azar no cuenta, al menos para esto, de su obra biográfica, sus memorias, “Vivir para contarla”, radiografía perfecta de cuando al maestro se le prendió la mecha y con ellas, se explican muchas cosas, entre otras el sentido de la vida y el devenir de ésta cuando el hombre se propone metas y no ceja de ello.

Con García Márquez, se hace buena la máxima de Eugenio D’Ors, de cuando decía aquello que todo lo que no fuere autobiográfico sería plagio -apelo a la memoria-; es allí, donde busca acomodo, donde se instala el maestro. García Márquez se inspira en sí mismo, en su vida y en su historia personal, con ese caudal abrumador, prosa desbordante que a todos impone y cautiva. Millones de lectores de todo el mundo fertilizados por el caudal creativo, en él desaparecen fronteras entre el éxito masivo y la calidad literaria.

Está escrito, que fue Álvaro Mutis el que un día le “arrojó” un ejemplar de Pedro Páramo, y le espetó, “Ahí tiene, para que aprenda”. Seguro que así fue; el bueno de Álvaro, otro constructor de arquetipos universales en la piel de Maqroll el Gaviero, un perfecto “sparring” para el colombiano, aquél que se leyó y defendió miles de páginas del nobel mejor que si fueran suyas.

García Márquez fagocitó como tantos otros integrantes del boom latinoamericano la modernidad literaria; dejando oír su propia voz pero sin dejar de ser o parecer “moderno”, porque lo que a él le interesaba contar llegaba de muy atrás, del río caudaloso de la historia universal, que son todas las historias. La oralidad, como pretexto, no parecía una idea desacertada. Fue el azar quien le llevó a aferrarse a ella mientras deambulaba por su propia vida, la de sus progenitores, como en ocasiones contara su madre, la de sus abuelos –Tranquilina Iguarán y Nicolás Márquez, en quien se inspira para dar vida al coronel Aureliano Buendía y a Úrsula Iguarán– “su abuela que le contaba cosas prodigiosas con cara de palo”, la de sus ancestros míticos. Porque la obra de Márquez respira de muy adentro, sus personajes parecen seres mitológicos regresados del más allá, sin haberse marchado nunca de su Aracataca natal. Aureliano Buendía, representa la soledad en una estirpe de hombres con su mismo cuerpo, hombres que un día fueron a conocer el hielo y comprobar con la mirada de niño, que el hielo quema, y que las guerras pueden ser infinitas, al margen de un sinsentido. “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Macondo, existe por mandato divino, y García Márquez es Dios igual que Melquiades regresaba cada año para enseñarnos nuevos inventos. Un Dios disperso, el nobel, capaz de dibujar un destino trágico para sus personajes, las siete generaciones de hombres que se hacen repetir como si la vida fuera eso, “Cien años de soledad”, y un precipicio sin amarre posible. Un mundo sin escrúpulos, un destino trágico, aquel que se funde en la consanguineidad de los protagonistas, sangre de la misma sangre, llevados por el frenesí y la lujuria de José Arcadio y Remedios “la bella”, que se alimentaba de la madre tierra; el incesto remata en el último de la saga, que nace con ya “cola de cerdo”.

“Un día como el de hoy, mi maestro William Faulkner, dijo en este lugar: “Me niego a admitir el fin del hombre”. Faulkner fue su maestro, dijo en su discurso de entrega del nobel, allá por el 82, enfundado en su archifamoso liquiliqui de lino blanco, la única nota de color, el que usó su abuelo, el que empleaban los coroneles en las reiterativas guerras fratricidas; lamentó el destino trágico de su amada América Latina bajo el paraguas de los malditos militares que machacaban y torturaban a sus conciudadanos. Y Faulkner, Hemingway, Kafka, Rulfo, Homero… y tantos otros, pero con su oficio de contar la vida, supo llevar el caudal del reportaje periodístico hacia el mar de la gran literatura. El escritor que después de leer a los 17 años la metamorfosis de Kafka, “que en alemán contaba las mismas cosas que mi abuela”. Que al ver que Gregorio Samsa podía despertarse una mañana convertido en un gigantesco escarabajo, dijo, quiero ser ese, “yo no sabía que esto era posible hacerlo: Pero si es así, escribir me interesa”.

En fin, Dios muere, con la esperanza de que la literatura, y el periodismo renazcan en su memoria mítica e infinita.

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