Opinión

FUEGO

Nunca me ha gustado el fuego, ni entiendo ni comparto la atracción casi ritual que las llamas ejercen sobre según qué determinadas personas, aun cuando respeto y me esfuerzo en conocer e incluso comprender su celebración como atávico elemento cultural. Siendo ourensano de cuna, y como tal con el magosto y el fuego por San Martiño como inmanente parte de la identidad que nos define, es su versión más salvaje e impúdica la que me hace retroceder, angustia e indigna, su descarado y malintencionado andar el que me anula y agota cuando es el monte triste protagonista de su devastador ataque. Me abruma cada vez más la cadena de imágenes de profunda desolación y naturaleza arrasada tras el incendio, la alerta en sus primeros pasos, la lucha imposible por detener su avance y la sensación de impotencia de las horas siguientes cuando ya nada puede remediar el mal causado. Me entristece el rostro tiznado de los que a pie de monte luchan por el imposible freno y el inagotable dolor del medio dañado, silencioso y oscuro, me duele tanto más el llanto de quien lo sufre y el sombrío recuerdo que provoca y permanece durante años en vergonzosa demostración de sinsentido.

El fallecimiento el pasado domingo del piloto de una avioneta en los trabajos contra el fuego en Laza, las horas de angustia y el dolor de su familia, los 179 incendios declarados y reconocidos en Galicia durante el fin de semana, los de ayer en A Peroxa, Vilar de Barrio, Oímbra o Viana y los que aún desgraciadamente vendrán, no son lamentablemente más que un punto y seguido en la estéril persecución del incendiario, una triste fecha marcada en rojo tras la que, como cada año y pese a los siempre intencionados balances, queda la insoportable sensación de que nunca se hace lo suficiente por acotar la locura

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