Opinión

Una derecha insurrecta

Para las clases medias, la derecha democrática (en cualquiera de sus variantes: liberal, democristiana, conservadora o cualquier mezcla de estas corrientes) era una garantía de no disrupción social. El centroderecha era de orden, civilizado, correcto en las formas al confrontarse con sus adversarios. En la izquierda eran frecuentes los comportamientos agresivos y el lenguaje faltón. En la derecha política, no. En la izquierda había una componente revolucionaria que no siempre se sometía a las reglas del juego. En la derecha se optaba por el reformismo y la gradualidad. La izquierda radical era dada a los piquetes, proclive a los escraches y a ocupar por la fuerza las plazas. La derecha política que habíamos conocido condenaba esos métodos incivilizados y acusaba con razón a los izquierdistas de echarse al monte, de tener vocación de insurrectos y de representar, más que una alternativa pacífica de gobierno en las urnas, una alternativa violenta de sistema en las calles. Esa izquierda intentaba expresar la posición combativa del supuesto proletariado, mientras la derecha procuraba encarnar el orden burgués, sabedora de que sólo ese orden proporcionaba a cada cual la libertad necesaria para prosperar, y que sólo de esa prosperidad podía derivarse una mejora sostenida para el conjunto de la sociedad, al derramarse y expandirse la riqueza. La izquierda era muy de algaradas y de cortar calles, la derecha despreciaba esos métodos y jamás habría recurrido a ellos. Pues bien, todo este marco se está yendo a hacer gárgaras en todo el mundo desde hace más o menos una década con la aparición de nuevas formas de derecha política altamente disruptiva cuando no abiertamente insurreccional.

Quizá uno de los primeros pasos fue el del movimiento Tea Party alrededor de 2010. Inicialmente fundado y gestionado por libertarios, enseguida fue usurpado por los conservadores más extremistas, que lo convirtieron en la primera plataforma de lo que luego se llamaría Alt-Right. Esta derecha alternativa terminaría llevando a la Casa Blanca, con evidente apoyo ruso, al magnate faltón y agresivo Donald Trump. La derecha radical copió paso a paso las estrategias y hasta la retórica de la izquierda radical. El adversario político ya no merecía respeto. El marco institucional y el debido proceso sólo eran mecanismos para hacerse con el poder e imponer su ideología. Las elecciones eran válidas y limpias sólo cuando las ganaban ellos. Se copió también a la izquierda el conspiracionismo, llegando incluso más lejos. El “deep state” y las “élites globalistas” ocuparon en la estrategia de esta nueva derecha el papel de la banca o “el capital” en la de los izquierdistas. Si la izquierda tenía una fijación contra colectivos como el de “los ricos”, esta derecha identificó rápidamente a los inmigrantes como el grupo social de cuya demonización obtener réditos al unir al resto del “pueblo” nacional sano contra ellos y en torno a sí. Si la derecha de toda la vida mantenía a raya la coerción sindical, como Margaret Thatcher, esta derecha radicalizada hasta funda sindicatos, como Vox. Si muchos de los padres fundadores del europeísmo fueron de centroderecha, esta nueva derecha dura es nacionalista a más no poder. Si la derecha de siempre era un muro de contención frente a revoluciones y defendía el modelo de gobernanza estándar, el que los politólogos denominan “democracia liberal”, esta de ahora es revolucionaria y ha acuñado (Viktor Orbán) el término “democracia iliberal” para autodefinirse. Ya no es una alternativa dentro del sistema, sino, como la extrema izquierda, una alternativa de sistema. Y el plan para su implantación no es necesariamente pacífico.

¿Qué pueden tener en común el asalto al capitolio de enero de 2021, el reciente allanamiento del ayuntamiento de Lorca, la ocupación y bloqueo de la capital canadiense durante varias semanas y la creciente ola de ejemplos similares en todo Occidente? ¿Cómo es posible que el sindicato de Vox llame a “tomar” las calles y las empresas? El hilo conductor es el cambio cultural que se está produciendo, muy deprisa, en el seno de la derecha occidental. Le ha perdido el respeto a las formas, a las normas, al marco común que comparte con las demás opciones políticas en liza. Esta derecha comparte con la izquierda más dura un criterio: todo lo que no es ella es el enemigo. Si para Podemos hasta el PSOE es derecha, para Vox hasta el PP es izquierda. Ambos extremos desprecian las zonas de intersección, el diálogo civilizado, el respeto institucional, la negociación y el acuerdo, la alternancia y los grandes pactos para cuestiones fundamentales. Ambos optan por crispar y polarizar. Esta derecha radical es la antítesis tanto del pensamiento liberal como del democristiano o del conservador, y de la opción burguesa por la paz y la libertad civil, social, cultural y económica en sociedades plurales. Es una derecha insurrecta y revolucionaria que no libra una batalla política sino una cruzada sectaria similar a la del fascismo y el falangismo de hace un siglo. Y, como esos movimientos, está ya a milímetros de recurrir al pistolerismo u otras formas de violencia directa para desencadenar un conflicto civil.

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