Opinión

Las elecciones vascas y catalanas impulsan el federalismo

Aunque es imposible conocer de antemano el resultado de las elecciones vascas, si todo sale como vaticinan las encuestas el independentismo vasco -en sus dos versiones radical y tranquila- supera la mayoría de dos tercios en la cámara de Vitoria. Por otro lado, en un mes se celebrarán elecciones autonómicas en Cataluña e, incluso si el PSC resulta ser por cierto margen la fuerza más votada, la suma de las formaciones políticas independentistas estará ligeramente por encima o ligeramente por debajo de la mitad de los escaños y de la población. Es decir, persistirá la división de Cataluña en dos mitades profundamente divididas. Al mismo tiempo, la extrema derecha nacionalista centrípeta continúa lanzando todo tipo de mensajes incendiarios y sigue promoviendo nada menos que la abolición del marco autonómico en su conjunto. Y la oposición civilizada no lo es tanto porque está avivando irresponsablemente, otra vez, sentimientos radicalmente identitarios y revanchistas a costa de la ley de amnistía.

En otros tiempos se habría considerado que la situación española es un polvorín, y no habrían faltado pronunciamientos militares en la derecha o revoluciones sindicales en la izquierda. Afortunadamente, estamos ya en la tercera década del siglo XXI y estas cuestiones se resolverán, sí o sí, hablando. Pero precisamente es el diálogo lo que más se ha echado en falta entre la posición independentista y la unionista, dentro de las sociedades vasca y catalana y también entre éstas y el resto de la actual España. Esa falta de diálogo provocó el choque de trenes de 2017, con unas leyes de desconexión antiestatutarias y contrarias a la Constitución, y con una sobrerreacción del Estado a nivel policial y judicial. Si la actuación de los políticos independentistas catalanes fue una página negra de su historia, porque lanzaron a la sociedad a una secesión con sólo la mitad de la población a favor y sin tener preparado nada de nada, también la actuación de PP y PSOE fue una página igualmente negra, porque las imágenes de las cargas policiales del 1-O, de la detención y transporte de políticos esposados, y de la suspensión en el Senado de la autonomía de una región, producen al cabo de los años un rubor que se agrega a las demás razones para la amnistía, una amnistía -recordemos- perfectamente viable en todo el Derecho comparado de cualquier país occidental, pues todos ellos sin casi excepciones han concedido amnistías de la más diversa índole en el último medio siglo, y en algunos casos incluso con miles de muertes detrás, como en Irlanda del Norte.

 Sea como sea, el panorama que se presenta en España para después de los dos procesos electorales, con la coda de las elecciones al Parlamento Europeo del mes de junio, merece la adopción de grandes decisiones sosegadas y con altura de miras y profundidad histórica. Medidas que, para los fans del Estado, requerirían acuerdos que se llamarían precisamente así, “de Estado”. El nacionalismo centrípeto no puede prolongar la política del avestruz ni imponer a la sociedad española una venda ante los ojos que ya no sirve de nada. España debe dotarse de un modelo territorial que por fin sea plenamente federal, con la audacia y la profundidad que el “ruido de sables” de los años setenta y ochenta impidió.

Es esta, en términos históricos, la última oportunidad que les queda a los enamorados de la unidad de España para mantener la simbología de un marco jurídico-constitucional común. Emulemos a Bélgica. Allí se resolvió bien la cuestión y ni siquiera fue necesario convertir el país en una república. ¿Quién dice que sea incompatible la monarquía con una estructura plenamente federal? Hoy valones y flamencos, más la pequeña zona de los Cantones Orientales de habla alemana y la capital compartida, son cuatro realidades políticas y jurídicas muy próximas a la independencia, pero coexisten con la continuidad del ente Bélgica, para tranquilidad de sus partidarios. 

España no puede seguir instalada en un permanente tira y afloja entre la periferia y lo que Murray Rothbard llamaba “el centro imperial”. España tiene una realidad etnocultural compleja que sólo se resuelve dotando a sus diecisiete comunidades y dos ciudades del grado de autogobierno real que corresponde a auténticos estados federados. Eso incluye la financiación singular que reclama el gobierno catalán, pero para esos diecinueve territorios y no sólo para Cataluña, con plenas facultades para decidir los tipos impositivos. E implica limitar las competencias y el presupuesto del gobierno central, dejando la gran mayoría de cuestiones en manos del regional además de promover con fuerza la ulterior devolución de poderes a las provincias, comarcas y municipios. El régimen del 78 ni supo ni quiso, y ahora ya toca porque, además, no queda otra solución. Sólo podemos emprender el camino de la federalización o bien resignarnos a ver en los próximos años secesiones abruptas que serán irremediables porque en la Europa de este tiempo es impensable mandarle los tanques a una población descontenta.

Te puede interesar