Opinión

Lawfare

Andan ahora muy ofendidos nuestros jueces y fiscales, o el sector más conservador de ese estamento, porque se esté hablando en España de “lawfare”. El término ha surgido en el contexto de la reacción del Estado al procés catalán, tal como lo perciben hoy los partidos políticos que impulsan la amnistía para aquellos hechos y todos los relacionados. ¿Ha habido “lawfare”? A ningún observador medianamente objetivo se le escapará que en España, no es que haya habido puntualmente “lawfare”, es que somos campeones de ese deporte que se juega con togas y puñetas. Y no se ha limitado al procés: soportamos toneladas de “lawfare” desde la Transición. Nuestro país tiene uno de los peores sistemas de Justicia, uno de los más politizados de todo el Viejo Continente. Da pena y lástima.

A nuestros jueces les suele gustar hacer literatura al redactar sentencias. No se recatan al volcar sus respectivas visiones ideológicas en el relato de los hechos, llegando a agravarlos o suavizarlos drásticamente. De tanto interpretar la ley a su peculiar criterio, lo que han terminado interpretando es un papel. Tenemos una mala Justicia porque tenemos una mala judicatura. Tenemos un poder judicial no independiente porque tampoco lo son nuestros jueces. Es que ni lo intentan. Y qué decir de los fiscales y de la abogacía del Estado, aún más dependientes de la política. El espectáculo de unos órganos judiciales sin renovar desde hace un lustro es bochornoso, y eso es imputable al PP. El espectáculo de un Tribunal Constitucional teledirigido por el partido principal de la coalición de gobierno es igual de bochornoso, y eso es imputable al PSOE. Nadie se salva. Las manifestaciones de jueces a la puerta de sus juzgados por una ley que ni siquiera se ha promulgado aún son una vergüenza, como también los mensajes infames entre parlamentarios que, unos años atrás, dejaron claro que iban a controlar la sala tal del Supremo a través de fulano. Produce sonrojo que nuestra Justicia sea hoy casi equiparable a la de países como Hungría o Polonia, repetidamente llamados al orden por Bruselas a causa de su nula independencia. 

Aquí hemos tenido “lawfare” cada vez que algún caso ha tenido trascendencia política. El caso del procés es realmente digno de estudio y produce mucha tristeza, porque la Brigada Aranzadi arrasó la más elemental seguridad jurídica y el debido proceso. Se negó a los encausados el juez natural, se admitió como acusación popular (una figura en desuso en gran parte de Occidente) nada menos que al partido político más opuesto a los procesados, y se impidió recusar a jueces que habían expresado una animosidad manifiesta contra éstos. Se emitió órdenes de captura por cosas que ningún otro Estado occidental entendió delictivas, pudiendo los procesados moverse libremente por más de quince países. Y sí, hubo “lawfare” a punta de pala: hubo una persecución judicial a la carta y desarrollada con inquina. Y aún hay quien se sorprende de que haga falta una amnistía. Uno de los indicios del “lawfare” es la prisa. Aquí nos tiramos doce años para que el TC decida por ejemplo sobre el aborto, o para que un juzgado resuelva sobre los asuntos de cualquier pobre ciudadano, pero en cambio la Administración de Justicia se vuelve inusitadamente veloz cuando se trata de aplicar presión extrema contra determinadas posiciones. No es que la Justicia esté politizada, es que la política, además, está judicializada. Pero la política se debe decidir en las urnas y en el parlamento, depositario de nuestra soberanía irrestricta. ¿Quiénes se creen los jueces, sean de izquierdas o de derechas, para torcer nuestra voluntad en virtud de sus sesgos? No tiene derecho a cogobernar.

¿Cuál es la solución? Pues en primer lugar, recortar severamente el margen de interpretación de las normas. Una Justicia correcta y limpia es aquella que no “innova” prácticamente nunca y se limita a aplicar las leyes. Pero éstas deben ser mucho más precisas y no dejar márgenes de subjetividad a los de negro, porque sin duda los aprovecharán. En segundo lugar, eliminar el TC y trasladar a la Justicia ordinaria el control de la constitucionalidad, con una sala del Supremo en la cima, como en los Estados Unidos. El TC es una infame tercera cámara que legisla a posteriori sin que la hayamos votado. Y en tercer lugar, establecer sistemas, no tanto de “elección de los jueces por los jueces” sino de sorteo, de inamovilidad, de mérito y de evitación de todo nombramiento político. Además, habría que endurecer la mordaza comunicacional: los jueces sólo deben hablar mediante sus sentencias. Pero la más necesaria es la primera de todas estas medidas: basta de discrecionalidad ideológica en las decisiones judiciales. Tenemos derecho a una aplicación directa y automática de leyes meridianamente claras, sin espacio para que los jueces devuelvan favores a quienes les designaron. Tal vez esté llegando la hora de sustituir a los de negro por alguna inteligencia artificial: seguro que será más rápida y objetiva. El juez que quiera influir con sus ideas, que cuelgue la toga y se afilie a un partido.

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