Opinión

Lecciones del transfuguismo

Al frustrarse la moción de censura al presidente de la Región de Murcia mediante la incorporación de tres diputados de Ciudadanos a su gobierno, se ha vuelto a poner sobre la mesa el viejo problema del transfuguismo. Dejando de lando el caso concreto de esta crisis murciana, es importante retomar el debate sobre esta práctica. Lo primero que quiero señalar es que el transfuguismo sólo es una consecuencia de un problema mucho mayor: la partitocracia. A los tránsfugas se les acusa de haber abandonado a sus compañeros y a la organización que confió en ellos y los llevó en su lista electoral. Lo más fino que se les llama es "traidores". Por su parte, los tránsfugas acusan invariablemente a su ex partido de haberse desplazado en el mapa ideológico y no representar ya la opción a la que ellos se sumaron. El "traidor" entonces sería el partido o su dirección, por descafeinarlo o cambiar de alianzas desoyendo la sagrada voluntad de los votantes. Ambas partes se considerarán siempre fieles al electorado de la formación política.

Todo este teatrillo esconde una realidad mucho más preocupante. Los ciudadanos españoles, en su condición de electores, eligen en realidad muy poco. Apenas se les permite escoger qué lista cerrada y bloqueada ratificar. Se les toma por menores o inmaduros, incapaces de confeccionar a su criterio la candidatura que deseen para su distrito. Así, los partidos políticos operan en España desde la Transición como unos entes de poder directo sobre los parlamentarios, y no como meros órganos de coordinación de políticos afines pero no subordinados. En otras palabras, no tenemos un poder legislativo constituido por cientos de voces diferenciadas en el Congreso, en el Senado y en las asambleas autonómicas, en representación de la rica pluralidad social. Lo que tenemos es un oligopolio de partidos con representación, que negocian y pactan entre sí de sede a sede, siendo sus parlamentarios meras correas de transmisión sin voluntad ni identidad. De hecho, se suele desconfiar del parlamentario que despunta en los medios por tener una fuerte identidad personal. "¿Qué buscará este?", se preguntan en su partido. En España sigue trayendo cuenta "no significarse" y ser cola de león, miembro fiel del equipo de Fulano.

En nuestro país, la principal cualidad para ser elegido diputado es convencer a uno de los partidos grandes de que no ejercerás como tal, sino que acatarás sumisamente, durante cuatro años, todo lo que te indiquen los órganos de ese partido, los cuales, por supuesto, no han sido elegidos por la ciudadanía. De hecho, ni siquiera los elige en realidad su propia militancia: igual que los abogados dicen que "la justicia termina en el nivel de las audiencias provinciales y a partir de ahí todo es ya política", podemos afirmar que la democracia termina a la puerta de las sedes de los partidos, y a partir de ahí todo son pactos privados entre grupos de poder. Es la pura definición de una oligarquía. Mediante el uso de los ingentes recursos económicos obtenidos vía subvenciones estatales, y mediante congresos siempre condicionados, con sistemas férreos de compromisarios y otras limitaciones, los partidos políticos convencionales son organizaciones ajenas al más elemental procedimiento democrático. Cuando los politólogos y los políticos del Norte de Europa tienen conocimiento de las interioridades de nuestros partidos, se echan las manos a la cabeza. Y los parlamentos son rehenes de las relaciones entre un puñado de camarillas. Más valdría (y menos nos costaría) que un apoderado de cada camarilla fuera a votar por todos sus pseudoparlamentarios, porque su autonomía de voto es completamente nula.

Y siendo esto así, ¿es malo o bueno el tránsfuga? El juicio moral debe aplicarse a cada caso, y los hay para todos los gustos. Todos recordamos el de Tamayo en la Comunidad de Madrid, tan poco edificante. Pero quizá el peor de nuestra democracia haya sido el de Esperanza Aguirre cuando se trasladó a Alianza Popular llevándose su concejalía madrileña, lo que abocó al ya débil Partido Liberal a aceptar, año y pico más tarde, su absorción por el PP. En este caso no sólo se alteró la composición de los grupos municipales, sino que se provocó la desaparición de un partido entero. Hay casos de transfuguismo para todos los gustos y en cualquier dirección. El pacto antitransfuguismo que firmaron el PP y el PSOE sólo buscaba remachar el poder de las cúpulas. En España siempre se ha temido mucho, quizá demasiado, al fantasma de la inestabilidad. En otros países, a lo largo de una legislatura va cambiando la relación de fuerzas entre los grupos, y las votaciones nunca son en bloque, no reflejan de forma exacta y automática la cantidad de diputados de cada grupo. Lo anormal es lo nuestro. Pero siempre hay alguien en peor situación: la primera ministra neozelandesa, la laborista Jacinda Ardern, ha tenido las santas narices de importar a su país una ley de Zimbabwe para permitir a los partidos políticos sustituir a un diputado electo si desobedece la línea de su partido. Cabe plantearse entonces para qué demonios se elige personas, bastaría con escoger partidos y que éstos pongan y quiten luego a los ocupantes de los escaños, ahorrándonos el paripé.

En España, nuestro sistema electoral es pésimo en lo relativo al derecho de sufragio pasivo (trabas a la participación política). En el Índice Mundial de Libertad Electoral, España tiene un desempeño general mejorable pero aceptable. Pero el apartado de sufragio pasivo nos lastra, ya que quedamos en el puesto setenta y cuatro del mundo, muy por debajo de los países de nuestro entorno político. Sí, tenemos un problema grave de cultura democrática y de instituciones, y el transfuguismo, sea de quien sea, no es la enfermedad sino el síntoma. 

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