Opinión

La hembrita de Homo Sapiens

Era mulata, una especie endémica en la isla, como el ave tocororo o la iguanita del rabo enroscado; intensa, como el aroma de los Vegas Robaina o el resabio del ron a palo seco; inquietante, como el resuello sediento de los bueyes en la zafra o el bullicio fabril del ingenio (azucarero)...; aunque de maneras (y caderas) muy discretas si no estaba uno avizor con el esperanto del cortejo corporal y el acezante jadeo de los gestos. "Para engañarnos es que son necesarias las palabras -solía decir mi madre- ¡pero, ay, a las mujeres nos encantan!". Mi madre siempre me dio a entender que para enloquecer el corazón de una mujer, antes había que masturbarle bien el alma.

Éramos unos cuantos teloneros españoles. El "Régimen" (del hambre) nos había invitado a una recepción de empresarios en una de las muchas casas que llamaban de protocolo y, como traca final, habían dejado caer que aparecería Fidel Castro. La peña andaba como loca; los sátrapas, como los viejos roqueros, además de no morir tienen tirón que te cagas 

Y entonces la vi (venir); era la única hembra, con perdón, a excepción de la mal hablada "Amazona Leucocephala" encaramada en la mata de mango, y las del género neutro que se encargaban del servicio en aquella quinta art decó del oprobioso barrio "El Laguito Country Club" y que se esforzaban, más bien poco, en atendernos. Era un espécimen único; sí, lo era: una edelweiss tropical, un lirio esmaltado de noche, una garza teñida de negro de cuello y piernas sin fin y -a su paso un humedal de feromonas- andar aturdidor. Puro y duro erotismo al acecho. ¡Ay, lo era!

Con su mirar en sesgo de gallinácea, iba picoteando aquí y allá, ora horadando virtudes, ora quebrando recatos, ora escarbando emociones, ora inquietando braguetas... ¡ora incordiando!, que en la viña del Señor seguro cunde el mildiú, pero aún más la hojarasca rumorosa: "Dicen que cada noche duerme en una casa diferente", "¿Casa has dicho?", "No, cama, ha dicho cama", "¡Ay, ay, ay...!", "¿Qué más da?", "Le han preparado Cohibas envenenados", "¡Y cigalas con dinamita!", "¿Y nada?", "¡ Es ladino!", “¡No, de Lugo, es de Lugo!", "Es muy amigo de Fraga". Y en aquel enjambre de dimes y dislates hablaba el uno de los mil y un atentados para eliminar al alias; el otro de otro tal kamasutra de artimañas para impedirlo; este decía que le resultaba "incombustible" (luego resultó que tenía varias gasolineras, yo creo que quería decir inverosímil) sobrevivir a tantos sobresaltos; aquel hablaba por los codos; este de aquí a codazo limpio; y el de más allá, un diminuto batracio ilustrado, con ojos de sapo estítico, molletes rollizos e hiperbólica curva de ventura, de no sé bien qué ocultos tejemanejes y esperpénticos proyectos de la Agencia Estatal de Inteligencia Americana (y oxímorons) "¡para subvertir -tronaba desde el atril de sus alzas escondidas- el titánico Granma Socialista en un simple caucho mal inflado de balsero!" 

Hubo uno que gritó: ¡"Viva el Comediante en Jefe!", pero no lo juraría porque, anchilargo, cuellicorto, pierniabierto y riñonera era un "brutus erectus" de los nuestros y además, porque aquella zancuda y veleidosa afro hembrita de homo sapiens, con su esbeltez de palmera, sus cadencias de duna, sus rizos como virutas de cacao y sus arcanos silencios de luna nueva, me tenía ¡pobre títere!, sin palabras, sin sosiego, sin cabeza.

Pero lo que más me conturbó, maldita sea, fue constatar que en efecto las géneras tienen la campanita del amor -clítoris no tiene par, ni siquiera en medicina- en las orejas, y que el anuro concho aquel atocinado, tal vez pensando que podría reencarnarse en el príncipe del mambo, tan solo con aspirar el almizcle embriagador que emanaba de su aliento, ya la había arrinconado en un aparte y, mojito en ristre, croa que te croarás, no paraba de lenguasearla de requiebros.

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