Opinión

De lo invisible

Sostenía el gran Lope de Vega que Dios le mostraba su gloria invisible a través de la hermosura de lo visible. A lo largo de su vida el buen Lope fue poeta, dramaturgo, soldado, pendenciero y sacerdote. Probablemente la procura de la belleza de lo tangible le llevó a enamorarse de tantas mujeres que le ocasionaron goces y tormentos a pares, pues así de implacable es el mundo evidente. 

Con Lope en el recuerdo queremos reflexionar precisamente sobre la realidad que nos rodea, la que nos demuestran nuestros sentidos, pero también la que a alguien le interesa que percibamos. Lo invisible se visibiliza por minutos, horas y tal vez días, para desintegrarse después imitando Proteo, que veía a través de la inmensidad de los océanos mientras pastoreaba los rebaños de focas de Poseidón. Para Jorge Luis Borges, la mutante deidad de la mitología griega asumía diferentes formas, huracán, hoguera, tigre de oro o pantera, incluso la del agua, tornándose más invisible si cabe en el líquido elemento. 

Algo parecido acontece con los muertos por la Covid-19, atrozmente evidentes al principio de la pandemia, reposando en ataúdes en gélidas morgues improvisadas en palacios de hielo, o haciendo cola en los camposantos para ocupar un nicho o una sepultura en la más estricta y obligada intimidad.

Ahora, transcurridos casi dos años desde el comienzo de semejante masacre, continúan falleciendo en España más de un centenar de prójimos diarios, pero la costumbre les ha ido convirtiendo poco a poco en invisibles. Como en otras patologías, nuestra sociedad asume sin pudor un número determinado de víctimas, meros números en la contabilidad estadística. Solamente en la memoria de sus familiares y seres queridos permanecen porfiadamente visibles. 

Algo semejante acontece con la población afgana, incuestionables mientras duraron los días del frenético éxodo tras la victoria de los talibanes en su particular y pasmosa guerra relámpago. Su llanto y su pesar, sumergidos hasta la cintura en un foso de aguas fecales que rodeaba el aeropuerto, niños y mujeres rescatados en volandas por los soldados occidentales desde el alto de los muros, martilleó nuestras conciencias durante el tiempo necesario, el que alguien consideró oportuno antes de ocultarlos nuevamente en la más densa invisibilidad. Y de repente sus dramas tan palpables se tornaron inmateriales, inaccesibles. Su visibilidad duró mientras agitaron sus paños rojos y amarillos, improvisados banderines de la derrota y la desesperación. ¿Dónde habrán quedado ahora tantos trapos pisoteados? 

Pero el mundo gira, como cantaba Johnny Fontana, como defendía Galileo, y quizás ya se esté volviendo evidente alguna nueva tragedia de lo invisible que nos haga contemplar conternados toda la belleza y la vergüenza que seamos capaces de generar.

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