Opinión

Kodokushi

Una mañana de domingo, mientras nos desplazábamos en coche desde Ourense a Celanova, le confesé al gran Jaime Noguerol mi admiración por la cultura japonesa, por su cine, con el maestro Akira Kurosawa a la cabeza y Kenji Mizoguchi, cuyo “Callejón de la vergüenza” (1956) le entusiasmaría al cronista de la Movida madrileña, explorador de tugurios dignos de “El País de los sueños” (1953). 

También por Yasuhir- Ozu y su exquisita “Cuentos de Tokio”, la odisea de dos abuelos golondrina traspapelados entre las tribulaciones de los hijos que iban a cuidarlos. A propósito, me comentaba Jaime una desgracia que a él le había afectado profundamente, la de una matrimonio de ancianos que permanecieron durante una semana en su lecho cogidos de la mano, ella fallecida, él a punto de hacerlo. Ni sus familiares ni sus vecinos se dieron cuenta. En Japón, las muertes solitarias tienen un nombre especial: kodokushi. Afecta a personas que viven solas y aisladas, que no tienen por qué ser viejos, porque sus víctimas más frecuentes son varones de entre 60 y 70 años de edad. Como aquel hombre fallecido en 1997, cuyo cadáver permaneció 3 largos años tirado en el suelo de su minúsculo apartamento, en un bloque anónimo de viviendas públicas. Macabra coincidencia, su óbito su descubierto al agotarse su cuenta bancaria, donde puntualmente le cargaban los impuestos, el alquiler y los servicios públicos que poco llegó a disfrutar. En venganza, legó a la posteridad su pelado esqueleto, que alguien tuvo que retirar junto con sus modestas pertenencias. Dicen que en el País del Sol Naciente proliferan estas extrañas empresas de liquidadores, encargadas de limpiar las viviendas de los kodokushi para que puedan ser disfrutadas por otros prójimos más jóvenes y saludables. La longevidad tiene sus pros y sus contras. Los japoneses están entre los campeones mundiales de esta circunstancia. En Galicia, no les andamos mucho a la zaga, por lo que deberíamos ir tomando nota. Cuanto más envejecida es una población, más recursos son necesarios para el cuidado de sus ancianos. Las demencias y otras enfermedades degenerativas son más frecuentes. El modelo de familia tradicional, donde convivían bajo el mismo techo juntas varias generaciones ha ido desapareciendo, sobre todo en las grandes ciudades. En estos días he conocido la historia de un ourensano que en su juventud emigró en la procura de una existencia mejor. Después de décadas dando el callo, a los 80 años se quedó viudo. 

Ahora, apenas un año más tarde, tras la muerte de su única hija, y sin más familia para hacerse cargo de él, ha vuelto hacer las maletas y desandar los caminos de antaño para poner fin a sus días en una residencia de personas mayores, cerca de la aldea que le vio nacer. Seguro que el maestro Ozu haría otra de sus fantásticas geométricas películas con semejante guión. Y todo seguirá igual mientras no ocurra lo que los expertos José Luis Cordeiro Mateo (del MIT) y David Wood vaticinan en su libro “La muerte de la muerte: la posibilidad científica de la inmortalidad física y su defensa moral” (2018). Porque, como dice Jaime Noguerol, así es la vida, nuestro mejor regalo, envuelto en el fusoshiki más espléndido.

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