Opinión

Autocensura

Quien haya vivido con consciencia en los años ochenta del pasado siglo, recordará que sin duda fueron los años en los que, en general, la ciudadanía disfrutó de más libertad. Un momento en el que se yuxtapusieron la entrada de remesas de los emigrantes con las subvenciones de la entonces Comunidad Económica Europea y, también hay que decirlo, la economía circular que produjo el masivo tráfico de drogas, en su esfuerzo por lavar dinero.

Cierto que esa libertad se vio en entredicho con intentos de golpe de Estado, como la Operación Galaxia o el del 23F -promovidos por los descontentos del postrer “aperturismo”-, u otras barbaridades como el terrorismo de Estado promovido e instaurado por el entonces Gobierno del PSOE, o normas tan restrictivas y autoritarias como la “ley de la patada en la puerta”, que desafiaba la inviolabilidad de domicilio, algo que ni siquiera contemplaba el Fuero de los Españoles. Seguramente fue esa ley la que debería haber encendido las sirenas de alarma ante lo que se fraguaba y acabaría materializándose como la mayor restricción que han sufrido los españoles hasta la fecha.

Partiendo de la premisa de que en el siglo pasado se consideraba inmoral que una mujer se refrescara en una playa con un bañador que permitiese mostrar algo más allá del rostro, las manos y los pies, y que en la actualidad esa prenda de baño es intensamente criticada, se pone de manifiesto que la moral constituye una doctrina sujeta a la moda, es decir, que su valor se halla determinada por su espacio temporal.

Igual sucede con la ética o conjunto de normas doctrinales que determinan la conducta. Por supuesto, comportamientos que varían de una sociedad a otra hasta el extremo de considerase criminal la ingestión del vecino, en tanto en una sociedad antropofágica es valorado como un acto de comunión mística, lo que supone que la ética está determinada por su contexto.

Fuera de ese planteamiento, a excepción de psicópatas, sociópatas y narcisistas, cada individuo en su sociedad es consciente de lo que está bien o mal. De ahí la oportuno del pensamiento de Jean-Jacques Rousseau, al esclarecer que el hombre precisa de escasos preceptos. Ese es el meollo, la enjundia de la libertad, porque desde aquel año 1978 en que se aprobó la Constitución, cada sucesivo Gobierno se ha dedicado a promulgar leyes que, lejos de dotar de libertad, apenas han servido para constreñir a los ciudadanos cada vez más.

La hipótesis de la gobernanza fundamenta legislar para la mayoría, protegiendo a las minorías. Sin embargo, los distintos gobiernos se han empeñado en no dejar margen de maniobra al ciudadano, quien vive bajo amenaza permanente del rodillo del Estado, una opresión que contrasta con los derechos de las minorías, polarizando y enfrentando al país.

Los responsables del destino de la nación se han propuesto dividir, acerando las posturas de hombres contra mujeres, izquierda vs derecha, ricos vs pobres, jóvenes vs viejos, fe vs ciencia..., en un ejercicio involutivo atestado de cizaña que favorece sólo al político y a sus partidos. Pero a medida que se agotaron los temas, la última vuelta de rosca ha sido fomentar una conciencia de autocensura, que lleva a callar frente a todo atropello, blindando a los dirigentes frente a cualquier abuso gubernamental, de manera que ya nadie se atreva a criticar lo evidente.

Lo que se avecina es muy duro: favorecer a unos ciudadanos, violentar la igualdad, enriquecer a las regiones más ricas empobreciendo a las demás, y todo ello utilizando como arma arrojadiza el calificativo de facha para silenciar a quienes en una democracia ejercen su derecho a discrepar. Viendo las mudanzas de Sánchez, cabe recordar que un burro puede fingir ser un caballo, pero tarde o temprano rebuzna. Habrá que ver quién queda para manifestarlo.

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