Opinión

Breve crónica del olivo

A poco que se haga memoria, muchos recordarán de febrero de 2022 uno de los efectos directos en España de la invasión rusa de Ucrania: la subida del aceite de girasol. Lo curioso es que el girasol se planta en primavera y se recoge en verano y que, aunque Ucrania se constituye como un importante productor de cereales, cabría recordar que es el actual Marruecos el que se consideró como el granero de Roma. 

Quiere esto decir que los cereales tienen tanto que ver con el girasol como el tocino con la velocidad, y que disparar en febrero el precio del aceite de girasol tiene a su vez tanto que ver como el culo con las témporas. O lo que es lo mismo, que aquel encarecimiento en el año 2022 tenía poco que ver con una contienda germinada más de medio año después de haber obtenido la cosecha del año anterior.

Lo verdaderamente llamativo de aquel encarecimiento del aceite de girasol es que no tuvo igual impacto en todos los países del área. Así, a Alemania, cuyo aceite más consumido es el de colza o nabina, apenas le afectó en el consumo ni en el precio. Igual sucedía con Francia, donde el mercado de girasol es bastante similar al español, sin que en los lineales de los supermercados galos se apreciaran fluctuaciones del valor.

Sin embargo, de manera inexplicable, en España se dispararon los precios por un aceite producido y distribuido medio año antes del estallido de la conflagración. ¿Se debió pues al conflicto? No, fue fruto del oportunismo de grandes almacenistas y distribuidores que decidieron lucrarse so pretexto de un conflicto en una zona del este de Europa, de la que las consecuencias de la producción alimentaria afectaría a países en otra región igual de alejada de España como es el Cuerno de África.

Surge aquí una pregunta lógica y es por qué el Gobierno de España no intervino para nada en contener el precio de un producto esencial como el aceite de girasol. La respuesta es simple: si el Estado recauda 10 euros de IVA por cada 100, y se ofrece a bajar la carga impositiva a un 5%, cuando un artículo pasa de 100 a costar 300, el erario público pasa a ingresar 15 euros por la misma manufactura, por lo que con el alza está como unas castañuelas.

Claro, como nada dura eternamente, al final las aguas volvieron a su cauce, pero no por generosidad de los aprovechados sino por las leyes del mercado, con concreto la de la demanda y la oferta, esto es, desde el momento en que se buscaron sustitutos para el girasol cayó la demanda y, andado poco tiempo, su precio desaforado regresó a los valores anteriores.

¿Que a qué viene este ejercicio de memoria? Pues porque la existencia es cíclica y la historia tiene una extraña manera de no morir nunca o de repetirse siempre. Vaya por delante que la aceituna, aquí por el hemisferio norte, se cosecha entre octubre y enero. Para los despistados, recordarles que aún estamos en septiembre, por lo que ese aceite de oliva de cotización estratosférica que hay a día de hoy en el mercado es el producido en la campaña del pasado año.

Bajo el argumento de que este año la sequía afectó a la cantidad de fruto del olivo, en España el precio se ha disparado escandalosamente. Pero curiosamente no las aceitunas del aperitivo, que valen lo mismo, sino el aceite de oliva, ese que se produjo en 2022, cuando el agostamiento no tenía nada que ver con el coste. Para todo lo demás, tal de lo mismo. ¿Por qué en España una garrafa de aceite de oliva nacional cuesta el doble que ese mismo envase exportado a Portugal? ¿Será que a los portugueses el cambio climático les afecta de forma distinta? Pues haga usted cuentas y considere que las razones y la solución son las mismas que para el aceite de girasol, porque el motivo no es la sequía, se llama especulación.

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