Opinión

La constitución

Por más que pretenda ensalzarse con motivo de la onomástica, alabándola y quemándole inciensos, a estas alturas la Constitución del 78 hace aguas por demasiado lados. La verdad es que apenas alcanza a aplicarse de manera efectiva en un treinta por ciento, y eso poniéndole buena voluntad. En parte porque se ha quedado obsoleta en un país que lejos de reflejar una democracia consolidada, como tantos políticos se afanan en proclamar, realmente se constituye en el paradigma de pluralismo rodado, carente de la robustez que le proporcionaría un electorado maduro, sabedor de política, de la cosa pública y sobre todo, ajeno al clientelisto o al oportunismo —igual de populistas ambos—, tan profusamente fomentado por cargos electos y candidatos.

La otra cara de la moneda evidencia a la norma fundamental como una simple muestra de código jurídico que no se salva de ser una declaración de buenas intenciones de lo que debería ser un estado democrático ideal, tal es así que derechos primordiales como el acceso a una vivienda digna, al trabajo y alguno más que recoge en su articulado, la dejan reducida a simple papel de estraza. Esto sucede porque a todas luces necesita una reforma en profundidad, que debe buscar un equilibrio por el que de no cumplir cuando menos no prometa, o que de lo contrario dote.

Todos los países modernos han llevado a cabo modificaciones en sus constituciones como una necesidad inherente a la dinámica histórica. El presente del pueblo español exige fórmulas que no se podían contemplar en 1978, que aborden aspectos tan esenciales como el desarrollo de esa concepción de nación de naciones preconizada por los padres de la Carta Magna como Herrero de Miñón, Peces Barba o Fraga Iribarne, definición novedosa acuñada para España, que tendría que discurrir por el camino de una evolución singular, dando respuesta a todos los ciudadanos sin fundamentalismos ni enconamientos de gobiernos, sean autonómicos o centrales, así como delimitar con precisíón hasta dónde llegan las competencias del Jefe del Estado, exhortando sospechas y suspicacias como la larga sombra del poder o la influencia que planeó sobre Juan Carlos I y que a la postre le costó una corona. Todo ello sin menoscabo de legislar los límites, conductas, derechos y obligaciones de los cargos públicos, exigencias omitidas al desarrollar el texto constitucional. 

Y como estas unas cuantas reformas a mayores, aunque eso sí, sometiendo siempre cualquier corrección a referéndum y no a un acuerdo marrullero de unos cuantos representantes en el Hemiciclo sin consentimiento del pueblo soberano, como a lo tonto han venido haciendo hasta ahora los partidos mayoritarios, evitando así que cualquier fuerza política albergue la tentación o la esperanza de llevar a cabo la más mínima alteración viciosa que permita a un candidato hacer uso arbitrario de las funciones presidenciales o perpetuarse inmoralmente en el poder. Y dicho esto, que le hagan un traje nuevo, a ser posible de buen corte, que la Constitución ya tiene edad sobrada para dejar de vestir pantalones cortos.

Te puede interesar