Opinión

Crimen y castigo

Un hombre ha sido apuñalado por su pareja. No es cuestión de entrar en un debate cutre que plantee el escalón entre violencia de género o doméstica ya que, en un Estado de derecho, es intolerable que haya víctimas más importantes que otras. Tan muerta es la infeliz que cae a manos de su pareja como el peatón que fallece tras ser arrollado  por un conductor ebrio. Ninguno de los dos va a resucitar, dejando ambos deudos desconsolados. La sociedad debe rehuir el amparo a unos huérfanos permitiendo en otros el riesgo de exclusión social.

Por mucho intereses que haya de por medio, las cifras hablan por sí solas. Que frente a 25.000.000 de varones españoles, 44 hayan asesinado a su pareja o ex pareja en el 2016, demuestra de manera indiscutible que bajo ningún concepto constituye un problema social sino una cuestión criminal. La verdadera violencia, incluyendo a la de género, se dirime más bien en el ámbito doméstico,  económico, social y laboral, donde a una gran mayoría de mujeres le toca la peor parte.

Sería conveniente revisar esa política centrada en una parcela de violencia para redoblar esfuerzos en buscar una salida a todo tipo de agresión ya que, si no se ataja primero de raíz su causa, la respuesta indeseada se manifestará de cien maneras diferentes.

La solución pasa por acabar con las condiciones y circunstancias que conducen al asesinato, al abuso, al maltrato..., sea contra una mujer, un hombre, un anciano o un niño. No hay mayor error que empecinarse en damnificados sectoriales que, lejos de aportar un remedio, limitan el escenario a la contabilidad anual de víctimas, como fondo para que algunos políticos aprovechen la fotografía en las plazas de las ciudades durante un minuto de silencio, que no devuelve a nadie a la vida. Si lo que se pretende es remediar el luctuoso balance hay que abordar de una vez por todas las causas como una cuestión general, oponiendo al desastre la educación y la cultura. 

¡Pero he ahí qué gran dilema! No somos un país aislado en el mundo. Coexistimos con otras formas de vida y pensamiento en pugna constante con todo pacifismo unilateral. El reguero de atentados diseminado por Europa en el último lustro es prueba fehaciente.

Por otro lado tendríamos que enfrentarnos a nuestros propios demonios. ¿Cómo abordar la violencia en nuestra sociedad, bajo la doble moral de permanecer indiferentes a los sinnúmeros genocidios de las guerras olvidadas en África, en matanzas cotidianas de Honduras, El Salvador, Nicaragua y México, o en ejecuciones sumarias en Siria? ¿Cómo convencer a los niños occidentales de lo abyecto del infanticidio mientras devastamos a pueblos enteros con bombas de racimo, indiferentes a ese gran río de sangre que baña a Oriente Medio? ¿Cómo persuadir a nadie con la paz, tolerando explotación sexual de niños de Sierra Leona, de adolescentes del Este europeo o de jóvenes asiáticas y africanas, o el abuso laboral de la población adulta e infantil latinoamericana, africana y asiática? ¿Suena lejos? ¿Por qué tolerar que en nuestro país una trabajadora o una directiva cobre menos que un hombre por hacer el mismo trabajo, con dificultades y exigencias añadidas para ascender en el escalafón?

Tenemos una dura tarea por delante. Asegurarnos de que las mujeres compitan en igualdad de derechos, obligaciones y oportunidades en el mercado laboral y en la vida social. Educar para que tengan idénticos derechos que los hombres. Pero no porque sean madres, hijas o hermanas sino por ser personas. Y educar en la paz, la ética y el civismo. En el compromiso por un mundo mejor. Porque nuestras conciencias no necesitan que nadie les diga lo que está bien o mal. Es la sociedad la que precisa una nueva visión que la conduzca a una revolución. A la evolución, no tanto de la especie como del medio, porque como dijo Napoleón, sólo hay dos fuerzas en el mundo, la espada y el espíritu. A largo plazo, la espada será siempre conquistada por el espíritu.

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