Opinión

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En 1977, tras casi cuatro décadas de autocracia franquista, se aprobó una Ley de Amnistía que buscaba la reconciliación nacional. Ello supuso la derogación de todos los hasta entonces considerados como delitos políticos, esto es, la pertenencia a formaciones prohibidas por el régimen, la difusión de propaganda a favor de esos partidos, la asociación y reunión fuera del marco legislativo de la dictadura, o cuantos actos se considerasen contrarios al orden establecido.

La abolición de todos estos delitos era la consecuencia lógica de la amnistía, dado que se puede perdonar un delito mediante una medida de gracia -como es el caso del indulto-, sin que ello suponga que tal acto deje de ser delito y que, por lo tanto, el reo se libre de su historial delictivo. El caso del indulto es clarificador, en la medida de que la autoridad puede redimir a un penado de continuar purgando su delito en la cárcel, sin que ello signifique quedar exento de resarcir el daño causado. En el caso del 1-O, por ejemplo, sería el dinero público detractado, así como la reposición de los daños causados.

El problema de la Ley de Amnistía propugnada por el PSOE va más allá del doble rasero. En primer lugar porque permite que un grupo reducido de delincuentes fascistas supremacistas rompa la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley consagrada en la Constitución. En segundo lugar porque aunque -y con razón-, no se deroguen como delitos la malversación de caudales públicos, la corrupción y el terrorismo, sobresee de toda responsabilidad penal a esa minoría de malhechores, lo que de facto no es una amnistía sino un indulto general, medida de gracia que el ordenamiento jurídico español no permite, dibujando con extremo cinismo un terrorismo malo y otro bueno de andar por casa, que estima que lapidar a policías nacionales, en lugar de intento de homicidio, apenas es pecata minuta, ofendiendo a la mayoría decente de españoles. 

Pero la verdadera batalla para la mayoría reside en el resto de privilegios para una minoría, que vienen de la mano con la amnistía: la condonación de la deuda catalana, la financiación de sus instituciones con el 100% de la recaudación autonómica, con grave daño para el resto del territorio nacional y la solidaridad interterritorial, y la oportunidad de financiar un banco nacional catalán que facilite y sufrague la escisión del territorio.

Ante la pregunta que se pueda formular el lector acerca de si España está vendida, la respuesta es rotundamente sí, vendida y arrodillada ante una pandilla de facinerosos que desprecian al resto de los españoles, y que nadie se deje engañar, esto no es la democracia sino la más miserable abyección. Porque el problema de la codicia de Sánchez quizá se acerca más a la erótica del poder, ese miedo que exhalan los políticos cuando empiezan a desprender olor a podrido, y por apestados temen quedar fuera de la prebenda, el privilegio y el pijama dispuesto sobre la cama en el mejor hotel de la localidad, tras ser recibido con las mejores galas. Ese pavor a perder el estatus que le proporciona el puesto.

Lo sangrante es el argumentario del Gobierno Central sobre la urgente exigencia de la amnistía, invocando la necesidad de normalizar la situación “con” Cataluña y no “en”, ya que no se trata de una minucia de proposiciones propias sino de dos términos con significado muy distinto: no es lo mismo decir que España debe normalizar la situación en parte de su territorio, es decir, en la comunidad catalana, que sostener que España tiene que normalizar la situación con Cataluña.

No se trata de un juego semántico como el orquestado por el Nobel Camilo José Cela al afirmar que de igual modo que no es lo mismo estar dormido que estar durmiendo, tampoco es lo mismo estar jodido que estar jodiendo, porque el aserto del Ejecutivo plantea que Cataluña es una nación plenipotenciaria con la que Madrid tiene que regularizar sus relaciones diplomáticas, y toda esta felonía para que los sanchistas mantengan el culo caliente en la silla, a costa de humillar y enfrentar a los españoles. Puigdemont no cesará tampoco en su avaricia. A la larga ambos terminarán entendiendo que Europa acabará señalando el corto trecho que separa el escaño del banquillo.

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