Opinión

Duelo de titanes

Después de la fragmentación del BNG en un reino de taifas donde cada cual quiso sacar sin pudor su propio escaño, léase Anova, Compromiso por Galicia, las candidaturas independientes o los rescoldos del BNG, contra viento y La Marea, parecía prometedora la aparición en escena de Ana Pontón, a la que hay que reconocer, tuvo la fortuna de fluir en la misma corriente o supo aglutinar nuevamente la diversidad -y a veces la miasma- de partidos que constituía el Bloque, hasta darle un buen sorpaso a PSdG, seguramente porque todas esas siglas aclimatadas a las autonomías, acaban hincándose de hinojos a lo que mande Madrid. 

Incluso cabía pensar que la vieja guardia de la UPG se había desvanecido o, cuando menos, aflojado la presión sobre el pistón nacionalista. Pero lo cierto es que después de aquel mágico inicio, Ana Pontón sigue en el mismo paleolítico donde Beiras dejó aparcado el partido: el retorno a una Galicia rural, cavernaria, silvestre, sencilla, inocente y decimonónica, donde los gallegos viven con alegría la esencia infinita de la gaita y la pandereta. Nada nuevo bajo el sol.

Llama poderosamente la atención que apenas ha cambiado una coma en el programa electoral de hace cuatro años, y no porque la situación sea la misma sino porque la imaginación no da mucho más de si, o quien sabe si por pura desidia, lo cierto es que Pontón insiste tercamente en unas propuestas que hacen dudar de si vive en el año 2024 o si descubrió la máquina del tiempo y se niega a salir de la infancia, dejando de manifiesto que se quedó a mitad de camino como salvadora de Galicia, porque el día que en la facultad explicaban que la gente que estudia Ciencia Política, no debería dedicarse a la política, en lugar de atender estaba mirando las nubes desde la ventana.

Pero para valorar su liderazgo, y para quien no sea versado en la materia, siempre le resultará de interés conocer cómo se trajinan las concesiones de la Administración, a fin de poder formularse una opinión razonada.

Las autopistas, por ejemplo, son concesiones que obtienen personas jurídicas, léase empresas, que se encargan de abonar las expropiaciones, sufragar la construcción, realizar el mantenimiento, y finalmente explotarlas económicamente. La cuestión es que, en caso de que la autopista no genere ingresos suficientes como para cubrir todos esos gastos y generar beneficio, será la Administración la que tendrá que compensar a la empresa concesionaria. Esto seguramente explica por qué con cargo a las arcas del Estado, en plena Recesión del 2008 hubo de rescatar las autopistas catalanas, abonando verdaderas fortunas a la empresa explotadora.

Y así nos encontramos con la AP9, que une Ourense con A Coruña, un vial eternamente reivindicado por el BNG a Madrid, siempre y cuando el inquilino de Moncloa es el PP. Porque dejando de lado populismos tan costosos como tener que mantener la autopista, o indemnizar a la concesionaria por pérdidas con el dinero de los gallegos en el caso de ser transferida a la Xunta, ahora que el BNG dispone del disputado voto del señor Cayo en Madrid, de lo único que se acordó fue de solicitar el uso del gallego, olvidando que se habla en toda la lusofonía. Por lo demás, ni la primera ventaja para los gallegos, que sí obtuvieron vascos y catalanes, no vaya a ser que la capitalice el Gobierno Autónomo. Esto es lo que hace pensar que al Bloque, antes que Galicia, lo que realmente le importa es simplemente acceder al poder.

Eso es lo que se juega en estas autonómicas. Pero la parte oscura no está en un Besteiro descafeinado, de programa tan desleído como el Just for men con el que es difícil determinar el color de su cabello, sino por la inesperada competencia de La Yoly -alias El Tucán gallego-, que desembarcando en Galicia con un séquito de camarógrafos, con su pico de oro de la más pura escuela de Mariano Ozores, viene dispuesta a plantar batalla para recaudar votos. Lo importante ya no es conseguir la mayoría: la experiencia le ha demostrado que el negocio está en ser bisagra.

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