Opinión

El bufón

Al pensar en un bufón, muchos evocan la imagen de un payaso haciendo reír a la multitud. Nada más lejos de la realidad. La de bufón ha constituido a lo largo de la historia una profesión cargada de honorabilidad y transcendencia. Jamás ha estado bien visto entre los gobernantes la crítica, menos aún en todo régimen absolutista, considerándose la infalibilidad del líder como incuestionable. De ahí la necesidad de que en la Edad Media alguien le hiciera poner los pies sobre la tierra.

Era misión del bufón no sólo censurar en público sino incluso a bocajarro al gobernante, ya fuera con chistes capciosos y al uso, o directamente con el juicio más mordaz acerca de cualquier tema que ocupara o preocupara al reino.

El precio del puesto era gravoso ya que, por lo general, el interfecto debía ser de aspecto grotesco, preferentemente feo y, a ser posible, aquejado de enanismo, en un mundo que no contemplaba integración alguna ante la disfuncionalidad. Amén de tan penosa condición, debía ser estrafalario en la vestimenta -aun sin abandonar un modelo que lo distinguiera-, y grosero en el hablar.

Gozaba a cambio el personaje de inmunidad para abrir la boca y vaciar el cajón de mierda, así como impunidad ante el resto de la corte cuyas burlas debía aguantar, y es que siendo el alter ego del rey, disfrutaba el susodicho personaje de estatus principal, dándose en ello un paralelismo con el mundo de garitas, tabernas y gente de mal vivir que en el Siglo de Oro ocupaba a Francisco de Quevedo al afirmar en su cuarteta: “Entre nobles no me encojo;/ que, según dice la ley,/ si es de buena sangre el rey,/ es de tan buena su piojo”. 

A día de hoy la estampa del bufón variaría en lo mínimo pero no en lo sustancial, de manera que sus facciones tendrían que aproximarse a un rostro anodino e imagen descuidada; el corte de traje que no supere en elegancia al del gerifalte -lo que es toda una yincana-, de enanismo resuelto con el minifundismo mental, que sustituya el ingenio por el chascarrillo burdo y oportunista, y a ser posible locuaz bocachancla.

A estas alturas seguro que más de un malicioso evoca la estampa del ministro de Transportes. Pues sí, helo ahí, el superministro de los trenes que no logran pasar por los túneles porque, al final, el tamaño sí importa; que nunca llegan a su hora si es que llegan y que, como solución a la ineficiencia, plantea soluciones creativas como que el pasaje ferroviario transmute a peregrinos del Camino de Santiago para alcanzar la Compostela.

Lo cierto es que Oscar Puente se estrenó siendo el parapeto, la primera línea de fuego protegiendo a Sánchez, haciendo coro con Bolaños y Montero para interpretar las más zafias melodías desafinadas, hasta el punto de plantearse formar un trío de regetón en cuanto les den puerta en Moncloa.

Pero si alguien cree que el ministro Puente es el bufón del Reino está muy equivocado, porque dejando al margen la diferencia, la odiosa disimilitud -que siempre las hay-, el verdadero crítico es Emiliano García-Page, mucho más resuelto y distinguido en el vestir, de verbo más fácil, educado, refinado y certero en el hablar. Aun así, para que se entienda el porqué, el castellano manchego no se “arrejunta” con el PP, con quien aparenta estar más alineado; pese su censura y reproches, sigue apoyando al Gobierno y dejando en alto el pabellón del PSOE, porque para el follón de Sánchez es su niño consentido que va limpiando las cacas que tras de sí va dejando cada vez que pone el ventilador a funcionar. Advierta, no obstante, querido lector, que para la Real Academia de la Lengua, follón no es felón, sino sinónimo de flojo, perezoso y negligente, o ventosidad sin ruido, a sabiendas de que no hay pedo por sulfuroso más odiado que el silencioso.

Te puede interesar