Opinión

El castillo de naipes

Bajo un clima deliberadamente crispado y barajando por un lado la opción del “ha triunfado el sí, pero nos han intervenido el refrendo” y la otra de “ ha ganado la independencia pero nos someten”, gritando auxilio al exterior con la esperanza de ser atendido por alguna nación más civilizada que un puñado de países no alineados, el Govern se mantuvo en sus trece hasta el final.  A las cabezas visibles de la insurrección —héroes para unos y villanos para otros—, no les quedaba mayor margen de maniobra  con el suelo hirviendo bajo sus pies. Ahora ya no se trataba solo de conseguir un régimen fiscal distinto para la autonomía sino la total inmunidad por la algarada.

Desde la visión histórica cuesta entender que un territorio incorporado mediante alianzas a la corona de Aragón en el siglo XII, y posteriormente integrado a la corona de Castilla a partir de 1469, reivindique sólo a partir de la guerra de sucesión entre Augsburgo y Borbones, del año 1701 al  1713, tras perder la contienda su abanderado.

Llegados a este punto nadie discute la aspiración a la emancipación común en hombres y pueblos, al fin existe una indefinida línea entre el derecho de autodeterminación por el que a unos se alaba en tanto a otros se les reprocha. No, es la invocación histórica y política lo que desconcierta, admitiendo finalmente que el Govern, que no el conjunto de la sociedad catalana, siempre acaba exigiendo su derecho a la independencia cuando los rendimientos numerarios no dan las cuentas.

Refiriéndose al estado de las Autonomías decían Fraga y Herrero de Miñón —alejados de cualquier sospecha de secesionismo—, que daba lo mismo nacionalidad que nación, estableciendo que el caso de España era un modelo inédito de nación de naciones, con toda la andadura que ello supone. Este es el norte que el gobierno central tiene que tener muy claro, porque aunque parece haber quien no lo entienda, no se ha conjurado la insurrección sino apenas un episodio. La fractura con España es ya un hecho desde hace tiempo, y las réplicas de este terremoto no se van a paliar con amenazas y penas de cárcel sino con generosidad, muy buena disposición y caballerosidad, cualidades que siempre se han aplicado a los españoles. De ahí la importancia de las medidas y actitudes que se tomen a partir de  ahora, tanto por políticos como por el resto de la ciudadanía.

Conviene comprender que este no ha sido otro que un intento más de los que aún estar por venir, en los que el Govern, en un ejercicio de paciencia, se asegurará un mayor apoyo internacional a su causa y estrategias más eficaces para no vulnerar la ley, si antes no se consigue un acuerdo satisfactorio para las partes. Ese es el más probable futuro, en el que el gobierno de España tendrá además que lidiar con vascos y, ojalá no, con la recién resurgida ETA.

La situación sólo admite dos caminos: liarse a tortas, con todo lo que supone, o la confraternidad. Porque siempre parece obviarse a los catalanes rehenes del miedo, la extorsión política y partidista, que aguardan un capote del resto de los españoles en lugar de más tortas.

Es hora de respetar todas las sensibilidades para encontrar un lugar común de convivencia, recordando los versos del poemario La pell de brau (la piel de toro),1960, del poeta catalán Salvador Espriu —palomas de otros diluvios pero igual de actuales—, al llamar a España con el nombre evocador que los judíos expulsados en el siglo XV.

“A veces es necesario y forzoso/ que un hombre muera por un pueblo,/ pero nunca ha de morir todo un pueblo/ por un hombre solo:/ recuerda siempre esto, Sepharad./ Haz que sean seguros los puentes del diálogo/ e intenta comprender y amar/ las razones y las hablas de tus hijos./ Que la lluvia caiga poco a poco en los sembrados/ y el aire pase como una mano extendida/ suave y muy benigna sobre los anchos campos./ Que Sepharad viva eternamente/ en el orden y en la paz, en el trabajo,/ y en la difícil y merecida libertad”

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