Opinión

En el nombre del padre

Rematando la semana se celebra Noche Buena y el lunes Navidad. Lejos de las luces, el comercio y la parafernalia —conservando apenas la reunión de las familias y amigos—, son estas unas fechas que han perdido el norte en relación directamente proporcional a Occidente. La efeméride debería recordar a los cristianos su valor moral que, cumpliendo el pacto de alianza entre la divinidad y el pueblo elegido, no es otro que la conmemoración del nacimiento de un salvador enviado para restituir al hombre su inmortalidad y sacralidad.

Una festividad que, en sintonía con el relato bíblico, debería conmemorarse en idéntico recogimiento y humildad que acompañó a la Sagrada Familia, rememorando los principios de sencillez, hermandad, alegría y entrega que sostiene el postulado cristiano, históricamente reiterado por distintos doctores y santos de la Iglesia como Benito de Nursia, Bernardo de Claraval y  Francisco de Asís. Ese es el verdadero Espíritu de la Navidad que tantos, echando en falta, intentan rellenar con bienes materiales.

Por supuesto habrá quien con razón argumente que no es creyente o cuestione el papel secular de la Iglesia, confundiendo la postura del poder inmiscuido en ella. Sí, existen dos Iglesias que históricamente has discurrido paralelas: la institución, fuertemente ligada al poder y condicionada por sus mandatarios, y por otra la iglesia de los fieles, una expresión más cercana y humana a la figura divina.

En vista de ello se puede cuestionar a la Iglesia, su coherencia y actos tan bárbaros como los de la Inquisición, aunque cabe recordar que no fue una creación de religiosos sino de los Reyes Católicos, evidenciando nuevamente la enquistada sombra del Poder. Se puede debatir la pureza de su mayor precursor, Saulo de Tarso, e incluso objetar la figura de Jesús de Nazaret, pero lo que es incontrovertible es el mensaje crístico: el amor al prójimo, la renuncia del yo egoísta en favor de la comunidad. Este es el quid de la cuestión, porque si Occidente invoca su tradición cristiana, reduciendo a un simple atavismo social la celebración del bautismo, eucaristía y  matrimonio, a santo de qué polemizar sobre una hipotética confrontación entre cristianismo e islam, existente sólo en la mente y el corazón de una minoría de fanáticos.

Esto nos lleva a una de las mayores crisis humanitarias de los últimos tiempos, los refugiados que esperan la generosidad de esos cristianos Las naciones europeas han suscrito los principios de Naciones Unidas relativos a los derechos universales rechazando la esclavitud, mientras medra el comercio de inmigrantes en Grecia y Libia, reduciendo la proclama a una declaración de buenas intenciones. Europa mira para el otro lado olvidando que formamos parte de una sola familia humana. Como el resto de especies marcamos un territorio que garantiza nuestra supervivencia, obviando que la actual situación es consecuencia de parasitar en los dominios ajenos.

Desde su papel conciliador Francisco I irrumpió en los corazones más duros recordándoles que, “si miramos a los inmigrantes sin piedad, Dios puede mirarnos sin misericordia”, un anuncio que trascendiendo a la religión, debería hacer reflexionar a ese Occidente tan puritano como muchas veces hipócrita, que tiene que entender de una vez por todas que no hay frontera ni ejército que puedan contener el hambre ni la desesperación de quien huye de la guerra. 

“Yo te esperaba y llegaste y refrescaste mi alma que ardía de ausencia”. Así se expresaba Safo de Mitilene —poetisa de los siglos VII-VI a.C.—, de la misma isla de Lesbos donde un grueso de refugiados sirios aguardan aún, poco menos que en tierra de nadie, la mano abierta cristiana o pagana que restituya los esfumados millones de euros que la Unión Europea entregó a Grecia para gestionar su acogida. Lo demás es desmemoria de cuantos huyeron de Europa durante la Guerra Civil española o la II Guerra Mundial en idénticas condiciones, simplemente para sobrevivir.

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