Opinión

En el país de los ciegos...

El tuerto es el rey. Eso es lo que reza el dicho agudo y sentencioso, exponiendo como significado  que un mediocre parece bueno entre gente sin ningún valor y, en un sentido más amplio, aplicándose a lo que es mediano y parece bueno entre lo malo. Así el refranero popular define la dantesca imagen de lo que de un tiempo a esta parte tienen que tragar como ruedas de molino los ciudadanos, referido a la corte de negligentes y criminales que por este país pululan sin cortapisa.

Para ponerse en situación sin herir sensibilidades, en un estado donde los malandrines campan por sus fueros mientras los parroquianos transitan a penitentes, conviene un rápido repaso a los neologismos que definen con precisión diáfana a la proliferante miscelánea que amenaza a procelosa. En tal serie de cuestiones importantes conviene repasar la relación de amor odio entre marxismo y nacionalismo, entendiendo a fondo ambas cuestiones. Porque si el nacionalismo invoca al pasado, el hábito, la costumbre, la historia, el acervo, los antepasados y, en definitiva, al conjunto de valores o bienes culturales acumulados por herencia, constituye en sí mismo la más precisa descripción del conservadurismo, frente a un marxismo que, más allá de la base ideológica del materialismo histórico y dialéctico, sienta los fundamentos del comunismo, teoría política de lo más alejada de cualquier atavismo y que reprime con ferocidad toda tradición.

Tal es así que si difícil resulta comprender el papel de Gabriel Rufián en este negocio de la emancipación de Cataluña, más cuesta comprender la adhesión de Pablo Iglesias, y no porque  aquí se cuestione el derecho de autodeterminación de los catalanes o el del resto de los españoles a disfrutar del territorio, sino porque el comunismo por antonomasia busca el universalismo con idéntico ahínco que el islam la sharia, de ahí que cueste tanto concebir cómo la izquierda más extrema de este país pueda conciliar la barretina con el bolchevismo.

Pero lo más complicado resulta discernir cómo esta sacralización de lo nacional, esta pugna entre el nacionalismo frente al integrismo catalán, hace tabla rasa con el terrorismo criminal. La propuesta de que los amigos de mis amigos son mis amigos —y por extensión la postura hacia los adversarios—, no puede echar por tierra el sentido común ni la razón, alardeando una recua de tarados mentales en las redes sociales de hacer cola partiéndose el pecho para retratarse con Arnaldo Otegi, como si de un campeón defensor de la libertad se tratase. Una cosa es aspirar al autogobierno y otra que el árbol no deje ver el bosque. Los Consellers pueden reivindicar  —una vez relegado su papel de bisagra en los distintos gobiernos de España—, cuantas medidas estimen para devolver a Barcelona  el esplendor perdido durante la crisis económica,  incluso a través de la manipulación a la opinión pública, pintando como político un conflicto con un trasfondo meramente económico. Lo que resulta inaceptable es el desplante a la memoria de los mártires inmolados en 1987 por ETA con el atentado al Hipercor de la Ciudad Condal, caídos que igual deberían dolerle a todo bien nacido sin importar sus aspiraciones territoriales o preferencias ideológicas, como con profundidad apena y atañe al resto de españoles al margen de su origen.

Ignorar el daño del terrorismo simpatizando con los violentos por empatía hacia su causa  independentista, obviando la sangre derramada, es un agravio total a la justicia. No es lo mismo reclamar la independencia que arropar a asesinos, máxime cuando son artífices de una guerra ajena con víctimas hermanas, por más que haya quien yuxtaponga el vínculo equívoco entre parentesco y etnicidad. España no es enemiga de una Cataluña unida por una historia común y lazos de  consanguinidad sino de aquellos que, aprovechando la neglicencia de un segmento de exaltados, revuelven el río para sacar como ganancia el enfrentamiento, conscientes de que la fragmentación es el primer paso para la desintegración, trampolín codiciado para someter a todos los españoles bajo las garras asfixiantes del populismo. Porque como dijo el escritor estadounidense Noah Gordon en su exitosa novela La bodega, “los españoles no tenéis peor enemigo que vosotros mismos cuando se os da por pelearos”.

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