Opinión

En sentido figurado

A poco que se observen las noticias de los últimos tiempos, a nadie pasa desapercibido el hastío que padece el campo, hasta el punto de que los agricultores se han aglutinado en una unión con reminiscencias de la Primavera Árabe. Todos a una, los productores agroalimentarios de la Unión Europea cortan autopistas, bloquean ciudades y reclaman a las autoridades mejoras que faciliten su supervivencia. En esta vicisitud, cuesta determinar cuál de las dos afirmación del Gobierno central resulta más chirriante, la de que las manifestaciones son de autoría de la ultraderecha, o de que todo va como la seda, considerando que en los últimos 15 años ha cerrado el 37% de las explotaciones agrícolas.

La verdad es que no queda nada claro qué es lo que va tan bien, recordando a Bolaños frotándose las manos por poder pedir un nuevo plazo de 10.000 millones de euros a Europa. Cualquiera que se centre en este hecho, lo primero que debe preguntarse es, si la economía española va tan bien, por qué el Gobierno se empeña en demandar más y más dinero a la UE, hipotecando al país y a los ciudadanos de las siguientes generaciones. La respuesta más obvia es que con tanta migaja han conseguido convertir al Estado en un insondable agujero negro.

Pero volviendo al tema de los agricultores, habría que explicar qué es exactamente lo que está sucediendo. La queja fundamental se centra en los costes de producción. Aunque haya quien busque extrapolarlo a la diferencia entre lo que cobra el agricultor y lo que paga el consumidor, de un extremo al otro media un trecho logístico, comercial y tributario que incrementa los costes. El agricultor produce una remolacha, sí, pero una vez cosechada, la hortaliza se somete a todo un proceso que requiere de distintos actores: se lava, irradia, envasa, transporta al ensilador mayorista, se distribuye al vendedor al detalle y finalmente llega al consumidor, y en cada uno de esos pasos, además de los costes y los márgenes, se debe pagar impuestos. Por supuesto, el agricultor podría obtener un margen de beneficio mayor si asumiera la venta al detalle, sin menoscabo de que una fracción porcentual muy elevada del precio lo constituyen los gravámenes directos que se le aplican.

La otra parte del dilema es más prosaica y se relaciona con la política de la Unión Europea y la eterna aspiración neocolonialista del Viejo Continente. Mientras los Países Bajos pagan a sus agricultores para que cierren sus explotaciones, la UE aumenta su presión sobre los productores comunitarios, obligándolos a prácticas e inversiones leoninas: el uso de pesticidas sostenibles, el procesado del purín y el burrajo, la limitación del uso de fertilizantes, la burocracia desenfrenada, etc., todo ello tan costoso que hace inviable la mayoría de las explotaciones.

La pregunta lógica es qué busca la Unión Europea con esto, y la respuesta es sencilla: que Europa abandone la producción para comprar a precios más competitivos a terceros países de África, Asia, Oriente Medio e Iberoamérica, donde la mano de obra es mucho más barata y la legislación local les permite usar con libertad fertilizantes, pesticidas y productos prohibidos en Europa.

Al final, de lo que se trata es de implantar una distopía en la que los ciudadanos vivan -o malvivan- con una paga estatal y escueta mientras Turquía produce la ropa de los europeos; Sudáfrica, las uvas; Perú, las cebollas; Israel, los melones; Marruecos, los pepinos; la India, todas las especias; Egipto, los perfumes, y China, casi todo. La pandemia de covid-19 mostró lo dependiente que es Europa de China. Ni mascarillas ni guantes había, y al parecer nadie ha aprendido nada. A medida que la industria se deslocaliza, Europa es cada vez más débil, mientras los países emergentes se hacen dueños de la producción y el mercado. Sólo falta otra primavera, esta vez emergente, para que los países hasta ahora pobres empiecen a darle vueltas de rosca a Europa. Ese es el fondo del conflicto.

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