Opinión

Envilecimiento circular

A día de hoy, considerando los principios de sostenibilidad que se aplica prácticamente a todo, habría que volver a recalibrar la cosa pública. Ha sido esta última semana prolija en embates entre los más avezados del gallinero, costándole la cartera de Sanidad a Carmen Montón, por motivos análogos a los que purgó Cristina Cifuentes. Pero lo que parecía un simple episodio está dejando una estela que alarma ya al respetable, que observa con incredulidad cómo las universidades, junto con las más altas instituciones, quedan a la altura del betún, para desgracia de los sufridos estudiantes y graduados patrios.

Así ha sucedido con el presidente de la formación naranja, Albert Rivera, que de periquito hecho un fraile se dio de bruces con el fango, al informar la universidad de Barcelona que, para disfrutar de la consideración de doctorando, es necesario, ente otras cosas, asistir a clase, permitiendo de paso al periodista Antón Losada poner en duda su máster en Derecho. Total, que fue a por lana y salió trasquilado. Pero no quedó mejor para el presidente popular, del que todo el mundo presumía que era el único casado del país que mandaba en casa. Pues va a ser que tampoco. Que Pablo Casado se ha mezclado el culo con las témporas y las notas con el plan Bolonia -largando al Tribunal Supremo un alegato de 28 páginas avalando su teoría-, para acabar demostrando que su futuro político está hipotecado al tener que pasar de puntillas frente casos como el de Montón y el de Sánchez, sin margen de maniobra para poder ejercer una oposición libre y responsable.

Dejando al margen la polémica de lo que no se sostiene por sí mismo, o que la Ley educativa prohíbe -por motivos obvios y salvo escasas excepciones-, estudiar y trabajar en el mismo centro, incluso en el caso de un simple profesor auxiliar, queda patente que el doctorado en economía cum laude de Sánchez es insuficiente para conseguir algo tan elemental como aprobar unos Presupuestos Generales del Estado ya de antemano redactados, negociados y servidos en bandeja.

Se hace evidente que los mismos socios que le ofrecieron su apoyo para alcanzar la Presidencia no son ahora suficientes, y es que para garantizar la gobernabilidad, cualquiera que tenga unos conocimientos elementales, no ya de economía sino de las matemáticas más elementales, sabe que es imprescindible tener más de 83 votos, frente a los 350 escaños del hemiciclo.

Queda manifiesto que el trío estudiantil debería tomar nota de dos personajes fundamentales para desentrañar la más fulgurante carrera hacia el éxito político. Desde la orilla de la incompetencia uno, frente al desempeño de la más  eficiente gestión del segundo. Por un lado está Nicolás Maduro, de quien su biografía afirma literalmente que “vio clases en el Liceo José Ávalos en El Valle, de Caracas”. La cita no aclara desde dónde las vio, sí desde el pupitre o la ventana, pero su recorrido político de autobusero a presidente, demuestra que para aspirar al cielo basta con tener arrestos en ser lo bastante bruto, sin importar demasiado saber o no hacer la o con un canuto

En el punto opuesto se coloca el ex director general de la Guardia Civil, Arsenio Fernández de Mesa, quien, con un currículo tan escueto como intachable, sin sesgos, añadidos ni dobleces, ha demostrado que con humildad y, sin renunciar al orgullo de empezar la competición como modesto auxiliar de jardinería en el puerto de Ferrol, se puede llegar con pericia y tesón -pero, por encima de todo, sin alardes más que sobrados-, a los más altos designios.

La única conclusión sensata que se puede sacar de todas esta andanza es que al país le urge una regeneración política a fondo. Que la corrupción ajena no puede ser justificación para la propia, y que, por higiene y coherencia democrática, Rivera, Casado y Sánchez deberían dimitir los tres. De Maduro y Zapatero ya no digo nada porque, por suerte para España y desgracia de los bolivarianos, ese par de pájaros es ahora problema de Venezuela.

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