Opinión

Los españoles son muy españoles

En ninguna parte de la sentencia de la Gürtel dice que Rajoy haya prevaricado pero, con independencia de que quien pudiendo evitar consiente se convierte en cómplice, lo que sí establece  es la corrupción del partido de la gaviota, al obtener beneficios de un complejo mimbre entretejiendo  favores económicos entre cargos públicos y empresarios. Dejando al margen los sumarios que aún quedan por desgranar, la cantidad de imputados ha llegado a tal extremo que la mitad de los ministros de las cuatro últimas legislaturas de peperos se han visto salpicados, llevando ya en su día al pontevedrés a la componenda semántica de mudar el término imputado por investigado, reflejando la dimensión de una podredumbre conocida sottovoce, cuando no a gritos. Este fallo, sumado al eco de una orgía de causas donde responsables de la formación azul han recibido notorias condenas —desde Jaume Matas a los titulares de las tarjetas black—, es motivo más que sobrado para que, como presidente del PP, Rajoy hubiera renunciado sin que nadie se lo pidiera.

No extraña no obstante su negativa considerando la mala costumbre de señalar al contrario  distrayendo la atención sobre las faltas propias. Así a la acusación de prevaricación los políticos se han acostumbrado a señalar a la oposición, disolviendo toda responsabilidad del gremio. Constituye esta la inmutable respuesta de los libre designados que con el devenir han transferido a más de un incauto que, ejerciendo la necedad hasta la meninge, lejos de recriminar los desatinos de sus representantes y exigir la acción de la Justicia sobre ellos, les acaban haciendo coro en la misma cuerda, perdonando el cohecho de los suyos por prevaricar también los otros, desentendiéndose de que ambos han estado perjudicándole.

Así nos encontramos a mitad de camino con que la entrada en Moncloa no deja de tener su salsa porque, si Felipe González lo hizo con las secuelas un golpe de Estado bajo el brazo, Aznar accedió en coche, Zapatero con un tren, Rajoy con un ladrillo de las cajas de ahorros, y Sánchez merced a cinco apellidos vascos. Sin embargo lo más escandaloso es lo de estos dos últimos jefes del Ejecutivo. Ya fue difícil sostener que el nombramiento de Rajoy en la XII legislatura fuera el designio del pueblo. De haberlo querido lo habría votado por mayoría, cosa que no se dio tras dos citas electorales. Rajoy acabó siendo presidente del Gobierno central por la impaciencia de Felipe VI y un chanchullo de 350 aforados entregados a repartirse la tarta como mejor pudieran, llenándose la boca con la trola de que había sido la decisión de la mayoría. Pero lo verdaderamente imposible será convencer al respetable de la legitimidad de Sánchez que, aparte de cinco parlamentarios vascos, no lo han votado ni en su casa. Baste recordar que ni siquiera tiene acta de diputado.

Al hecho de que el Parlamento debe representar voluntad del pueblo soberano, se añade que Sánchez está atado de pies y manos. Que el apaño con el PNV no fue obra suya sino de Rajoy para aprobar los Presupuestos Generales del Estado es algo que nadie cuestiona, pero el compromiso de mantenerlo delata el vasallaje en favor de la formación nacionalista. Igual que con los partidos catalanes, que ya entonan coplillas empujándolo a dejar sobre la mesa el compromiso de la separación de poderes, para sacar de la trena a los independentistas. Pese a que la formación morada aún no le ha reclamado derecho de pernada, poco tardará Iglesias en exigir como contrapartida la proclamación de la República para que Pablo Iglesias se vaya a vivir con la sagrada familia a la Zarzuela, sometiendo a consulta de las bases durante dos semanas si ven bien que sus futuros mellizos ocupen la casita del príncipe.

¿Que aferrado al puesto y negándose a dimitir, Rajoy era el candidato idóneo a la moción de censura y que la salud de la democracia así lo exigía? Sin duda. Pero esa misma salubridad exige ahora de Sánchez que disuelva las Cortes y convoque elecciones para que, lejos de contubernios, el Hemiciclo sea el reflejo de la urnas. Porque lo que está hipotecado es el futuro y la democracia.

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