Opinión

Exaltados y otros bárbaros

El verdadero rendimiento que un terrorista obtiene de un atentado no son las víctimas inmediatas que se cobra sino la cantidad de rehenes que apresa gracias al miedo  y, en situaciones como la reciente de Cataluña, la mella en la convivencia y seguridad merced a la división irresponsable de concretos agentes sociales, empeñados unos, como herederos intelectuales de la ideología estúpida del buenismo en justificar a los violentos echando balones fuera, mientras otros, con el acicate de la confrontación imprudente, caldean el ambiente polarizando de manera gratuita a la población.

España se enfrenta a la misma violencia integrista que el resto de Occidente pero, si lo que se pretende es solucionar este conflicto, conviene abandonar la percepción de que se trata de una cuestión religiosa. Por el contrario, la radicalización de unos individuos no hay que buscarla en  la mayoría de inmigrantes ni refugiados sino en individuos específicos que  padecen un conflicto de identidad  por deslocalización de sus raíces.

En este clima, hay quien se ha apurado a incendiar los ánimos alegando que los atentados de Barcelona y Cambrils son de manera manifiesta e indiscutible una guerra ideológica, llamando sin remordimientos a los españoles a una guerra santa, obviando que, beata o infernal, una guerra se define sobre todo por su dimensión.

No se debe mezclar un grupo religioso cuyo saludo es "Salaam" —que significa paz—, con la acción homicida de un puñado de individuos. No se puede confundir  a una comunidad pacífica con cuatro tarados que en Marruecos o en Siria se matan entre ellos o a quien se les ponga por delante. Está claro que el sol calienta mucho a algunas cabezas, poniendo por desgracia de relieve que hay  fanáticos en todos lados, siendo tan peligroso el que atenta armado con un cuchillo como el que incita a la sociedad a una conflagración.

En España conviven distintas creencias religiosas, algunas desde hace siglos, y aceptar el fanatismo de algunos es una simple muestra de ignorancia. Prueba de ello es la coexistencia pacífica con los alrededor de dos millones de musulmanes integrados entre otros por inmigrantes marroquíes, argelinos, senegaleses, paquistaníes, bengalíes y nigerianos, pero también por españoles nacionalizados, descendientes de parejas mixtas, igual que por conversos e incluso descendientes de españoles desde hace generaciones, sin que jamás desde ningún minarete ni púlpito patrio haya supuesto ningún enfrentamiento. Con frecuencia se olvida que a quien los Reyes Católicos expulsaron tras la toma de Granada, no fue a los musulmanes sino a los judíos. Antes bien, incluso al propio Boabdil le ofrecieron el señorío de Las Alpujarras. Muestra tangible de ese entendimiento es que, a excepción de situaciones extremas como las vividas estos días, la comunidad musulmana pasa inadvertida por pacífica. La supervivencia después de décadas del Cementerio Moro de la Barcia, en Asturias o el del Campo de la rata en A Coruña, son un testimonio más de integración.

Cuando el país era blanco de los atentados de ETA, todo el mundo reconocía en ellos la acción de una minoría de fanáticos, sin que a nadie se le ocurriera acusar de terroristas a todos los vascos, por lo tanto conviene rehuir el enfrentamiento entre españoles por motivos religiosas, dejando de lado a quienes no les da la cabecita para más.

El Islam civilizado contempla la Yihad como definición de "esforzarse" dentro del concepto de denuedo en el camino de Dios, cumpliendo con la obligación de sus cinco pilares: la profesión de fe, la oración, el Zakat, Azaque o limosna, el ayuno durante el Ramadán y la Peregrinación a La Meca, por lo menos una vez en la vida. Nada que ver con asesinar a nadie. Queda por supuesto revisar el patriarcado opresor que retrasa igualar a hombres y mujeres, pero eso, lejos de una cuestión religiosa,  lo es cultural, legal y educativa de cada país, que no del nuestro.

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