Opinión

Inclusión

Sin duda, cada generación aspira a dejar una huella de su paso por la historia, pero seamos sinceros, terminar los sustantivos con e es simplemente un ejercicio ocioso que palidece frente a la generación que en mayo del 68 se enfrentó en París a la policía antidisturbios, la juventud que se sublevó contra la maquinaria bélica soviética en la Primavera de Praga; los estudiantes que se expusieron a la masacre de Tiananmén o los que se opusieron al ejército durante la Primavera Árabe. Lo dramático es que ministerios como el de Igualdad, que además estuvo untado con un presupuesto escandaloso, se dedique a despilfarrar las arcas del Estado en inventarse los 4.000 géneros inexistentes para contentar y convencer a la actual juventud de que harán historia.

Si hay algo que ha demostrado disciplinas como la arqueología, es que a lo largo de la historia de la humanidad, a excepción de casos anómalos como el de los hermafroditas -e incluso ellos-, sólo hubo dos sexos. Claro, alguno podrá argüir que en la Ciudad Prohibida de China o en los harenes musulmanes sólo se permitía la entrada a varones eunucos. Por su parte, en Europa, los castrati fueron cantantes líricos castrados a temprana edad para que no desarrollaran una voz masculina. Pero ninguno de ellos eran de otro género: con o sin genitales, eran hombres.

A esto se suman los xanit de Oriente Medio, los fa’afafine de Samoa, los fakaleti en Tonga, los mahu wahine en Hawái, mahu vahine en Taihití, whakawahine entre los maorí y akava’ine en las Islas Cook; los waria de Indonesia, los bakla, bayot, agi, bantut, binabae y un largo etcétera más de Filipinas, todos ellos generalmente ligados a alguna práctica chamánica o adivinatoria para la que deben ataviarse de féminas, llevando una vida semejante como condición indispensable para ser venerados en sus respectivas sociedades, al atribuirseles ciertas facultades en exclusiva a ese sexo.

En los Balcanes viven las “vírgenes juradas”, vestidas como varones que, con el veto a contraer matrimonio, disfrutan de los espacios reservados a éstos, añadiendo a la lista los ashtime de Etiopía, los mashoga de Kenia y los mangaico del Congo, todos ellos en África, o las guevedoche de la República Dominicana, semejantes a las kwolu-aatmwol de Papúa Nueva Guinea. En América del Norte, los lakota, pies negros, muxe o los zapotecas consideraban indistintamente a locos y travestidos como seres excepcionales calificados como mujeres con corazón de hombre, investidos con los atributos de la divinidad y poseedores del don de la profecía, y como aquellos, existen infinitos ejemplos más, sin que nada de ello suponga ningún conflicto social ni identitario.

Dilapidar el dinero publico en convencer a las jóvenas y a los jóvenos de que existen más sexos que dos, ofreciéndoles un catálogo de treinta géneros distintos, no va a suponer ningún incremento de identidades sexuales, cuando lo que algunas personas rechazan no es eso sino la estridencia, sin olvidar que, del mismo modo que una persona tiene todo el derecho a ser homosexual, a otra le asiste el de ser homófoba, porque el libro de los gustos está escrito en blanco y tanto monta, monta tanto. Cosa distinta es que ninguno de los dos pueda limitar los derechos del otro.

Si lo que realmente se busca es integrar, ya es el momento de dejarse de estupideces lingüísticas y que se esfuercen en facilitar la accesibilidad de las personas con movilidad reducida a todos los servicios, y más aún el el rural, donde viven discapacitados encarcelados en sus casas porque no tienen forma de salir. Que se escriban en sistema braille todo lo público para facilitar el acceso a los invidentes, que se enseñe el lenguaje de los signos para comunicarse con sordomudos o que, en lugar de desterrar a los inmigrantes a los suburbios creando guetos, se les dé habitación por toda las ciudad. Eso es integración y lo demás son tonterías.

La mayoría de las personas eligen a sus amistades o a profesionales por su calidad humana o competencia, no por una identidad sexual que ni importa ni afecta para el caso, porque está claro que ni Antonio ni Antonia van a ser mejores personas o más competente por llamarlos Antonie.

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