Opinión

La navaja de Ockham

De un tiempo a estar parte viene siendo ya costumbre hacer un uso torticero del lenguaje. Un buen ejemplo lo tenemos en el término talibán, cuyo significado en el idioma nativo equivale a sacerdote,   puro o fiel seguidor de las normas religiosas, para acabar vendiéndolo como sinónimo de terrorista. 

La interpretación correcta precisa de una secuencia de acontecimientos: tras el atentado en el 11S de las Torres Gemelas, las autoridades estadounidenses exigieron al Gobierno afgano la entrega de Osama Bin Laden obviando que, en cumplimiento escrupuloso de la legislación internacional, el país asiático no podía deportarlo al no existir tratado de extradición suscrito entre ambas naciones. La respuesta de  Washington no se hizo esperar: luego de que Turquía se negara a facilitar un corredor a través de su territorio hacia Irak, pasándose por el forro el derecho intencional, el ejército americano invadió Afganistán mientras con toda la legitimidad los talibanes se defendían con uñas y dientes de una agresión militar contra su estado soberano. Presionados por el Capitolio, los servicios informativos mundiales asimilaron y propagaron la idea de que talibán significaba terrorista e insurgente. Hasta aquí una muestra de la manipulación perversa de las definiciones.

Trasladados a España y tras el estallido de la crisis catalana, el Gobierno central  ha difundido —tanto en duelo patrio como entre sus socios comunitarios—, el concepto de que el nacionalismo equivale a sublevación, tachando la invocación a la tradición, el atavismo y el acervo cultural como destructivo. Sin embargo no hay nada más lejos de la realidad. Lo que conviene es diferenciar de manera diáfana nacionalismo de integrismo ya que la intransigencia y el fanatismo, lo enarbole quien sea, es siempre dañino.

Con esa interpretación artera de la diversidad histórica, el Ejecutivo soterra la evidencia de una España constituida por diecisiete comunidades autónomas que otorga precisamente integridad al país. Más allá de esa visión simplista subyacen tres hechos. El primero es que el nivel de vida de un país no se mide en la cantidad de televisores, ordenadores o vehículos que posean sus ciudadanos sino en las cifras de mortandad infantil. A más supervivencia, mayor calidad de vida. En segundo lugar, el grado socio económico se valora por la variedad de inmigrantes de acogida, lo que ha convertido a España en un país colorido y multicultural, rasgo distintivo de la evolución dentro de macro instituciones como la Unión Europea. El tercer punto es que, más allá de esta valoración, cada vez hay menos nacimientos mientras la expectativa de vida ocupa a edades paulatinamente más avanzadas, arrojando como consecuencia una población envejecida. Atajar este fenómeno garantizando la continuidad del sistema de pensiones exigirá acoger en las próximas décadas nuevas partidas de  inmigrantes quienes, junto a su esfuerzo en mejorar la economía española, aportarán nuevos usos y costumbres, diluyendo gradualmente los autóctonos. 

Aquí es precisamente donde entran en danza los nacionalismos, quienes asegurarán la identidad cultural patria. A nadie en su sano juicio se le ocurre pensar que el país se reduce a la propuesta franquista de los toros, el cante jondo, la jota aragonesa y las chulapas madrileñas. España es el resultado de toda una evolución histórica, constituyéndose como Estado consumado hace ya más de cinco siglos, unido en un modelo que ha prosperado floreciendo en una convivencia mutuamente enriquecedora de las diferentes culturas que la conforman.

Pero si alguien aún duda acerca de la solución al conflicto catalán no pasa por demonizar a los nacionalismos, debería reflexionar en el principio de la navaja de Ockham al establecer que la explicación más sencilla es probablemente la acertada. No es necesaria reforma constitucional alguna o federar el Estado para atajar el problema, basta con una simple definición: en lugar de Reino de España pasar a llamarse Reino Unido de España, y proclamar desde el Gobierno Central el Estado catalán. Lo que no queda claro es si a Puigdemont le valdrá dejar de ser Comunidad Autónoma de Cataluña para quedarse en condado de Barcelona.

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