Opinión

¿La solución al fin?

Al fin el ministro De Guindos ha puesto el dedo en la llaga. A quien lea entre líneas no se le escapa que, en sus palabras ofreciendo dinero a Cataluña a cambio de paralizar el proyecto secesionista, admite que el Gobierno central era muy consciente no sólo del problema sino incluso de sus consecuencias y, lo que es más grave, que tras diseñar su política macro económica el Ejecutivo se negó a aportar, desde por lo manos hace ya dos años, la solución que hubiera evitado el conflicto independentista.

Para entenderlo conviene comprender un fundamento empresarial básico: la salud de una empresa se mide por su capacidad de endeudamiento. Cuando más grande sea el volumen de créditos para financiarla mayor es su capacidad para generar beneficios. Asimilado este principio no es de extrañar que al inicio de la crisis económica, en el año 2008, la autonomía más fuertemente endeudada fuera la catalana, desde el momento en que también era la que mayor riqueza aportaba al Producto Interior Bruto (PIB), hasta un 16% del conjunto de la nación.

Y ahí está precisamente el momento decisivo para interpretar la situación. El origen está en las medidas sociopolíticas y económicas tomadas por el Gobierno de España en respuesta a esa eventualidad, plegadas a las directrices de austeridad dictadas por Alemania en su papel preponderante en el Banco Central Europeo.

Mientras desde Galicia Feijóo apuntaba —con bastante acierto como probado gestor de la cosa pública—, que el mayor incremento dinerario obedecería a la bajada impositiva para fomentar la circulación de capital y por lo tanto de riqueza, Rajoy —que a diferencia de él no es administrador sino político—, tragó a pies juntillas la imposición germana ya que durante los momentos cruciales, España se vio empujada a capitalizarse mediante la emisión de bonos a intereses desorbitados, además de tener que solicitar créditos para reflotar a la banca evitando el colapso nacional. 

La consecuencia es que una buena parte de los actuales impuestos han tenido como destino —y aún no ha cambiado— amortizar esos intereses además de la deuda por lo que, sobre todo entre los años 2009 al 2014, el Tesoro Público andaba tan escaso de recursos que puso techo de gasto a las autonomías para ajustar las cuentas. En esa línea de contención, y sin considerar su aporte al BIP ni sus necesidades, se penalizó a los gobiernos regionales, resultando de esta manera Cataluña la comunidad más perjudicada, imponiéndosele la paradoja de “como eres la que más debe, es a la que más vamos a limitar para que equilibres tu pasivo”, asfixiando su Administración y empujándola a una carrera desbocada de emisión de deuda pública, entrando en una espiral en la que las restricciones desde Madrid crecían de manera directa proporcional al déficit catalán.

Esto es lo que acabó estallándole en todos los morros al Ejecutivo, porque todo el mundo sabe que si tiras demasiado de la cuerda acaba rompiendo y, ante la disyuntiva del Govern de desintegrarse frente la imposibilidad de poder mantener sus instituciones y la negativa frontal de Madrid a la negociación de un acuerdo financiero, optó por la secesión como mecanismo para continuar existiendo.

Tras tanto tira y afloja de denuncias desde las más altas instancias judiciales, detenciones o amenazas, ante las más que negativas consecuencias que para el conjunto de la ciudadanía española supondría la escisión del territorio catalán, finalmente el Gobierno central ha admitido su parte de responsabilidad en todo este drama, nombrando a De Guindos emisario de paz para facilitar la financiación de Cataluña en condiciones y exhortando el camino del enfrentamiento, entendiendo que cuando se trata de cuartos todos somos del mismo país aunque sin olvidar que, como dijo el escritor estadounidense Upton Sinclair, con el dinero sucede igual que con el papel higiénico: cuando se necesita, se necesita urgentemente.

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