Opinión

Legalidad

El país está revuelto por la ambición de unos pocos que ansían calentar con sus posaderas la bancada azul del Hemiciclo, quienes sin el menor pudor arrecian con una campaña de marketing político que, lejos del diálogo y la concordia en un momento de confusión, apenas les da la cabeza para un choque de trenes, envenenando con mentiras la convivencia.

Por encima de las aspiraciones individuales o las partidistas, deberían primar los intereses de la ciudadanía y la integridad del país y sus instituciones, algo que al parecer no todos acaban de entender en toda su dimensión. Para muestra, la conducta reprochable de la vicepresidenta segunda, Yolanda Díaz, quien aprovechando los recursos públicos para viajar a Bruselas -en rigor ante la duda de si en representación de España o de Pedro Sánchez-, no ha tenido empacho en bailar con Puigdemont ante el estupor general, y no porque importe si sabe o no los pases de la sardana, sino por la condición de ambos bailarines.

Porque si por un lado Puigdemont es en la actualidad un prófugo de la Justicia española, dentro del marco de un país con garantías jurídicas, por la comisión de un delito muy grave, aunque suavizado por la conveniencia personal de Pedro Sánchez, por otro lado es inadmisible que un alto representante del Gobierno de España se pueda reunir con él y ponerse a cantar una rumba en el Parlamento Europeo, con total desprecio hacia la mayoría de españoles a los que representa.

Seguramente la señora Díaz no ha entendido que el sueldo y prebendas que continúa cobrando como ministra en funciones se debe a que lo es las 24 horas del día, y que es muy distinto asistir a un festejo privado como la primera comunión de su vecinita, que a un acto público en representación del Gobierno.

Todo esto recuerda -¡maldita hemeroteca!-, el debate electoral de 2019 en RTVE, cuando Pedro Sánchez arrostraba a Pablo Casado que se le había escapado Puigdemont, comprometiéndose a traerlo de vuelta para ponerlo ante la Justicia, en caso de ser elegido presidente. Pero la lacónica realidad es que Superpedro, con los calzoncillos encima del pijama y la toalla de baño atada al cuello, a la luz de la luna le canta mariachis bajo el balcón a Puigdemont, recogiendo a cambio las migajas de Pulgarcito que el catalán le va dejando por el camino.

Mas que nadie se engañe, a estas alturas ni Puigdemont se fía de él y de sus compromisos, exigiéndole una ley de amnistía antes de la investidura, dejando en evidencia que ninguno de los dos -ni los representantes del resto de partidos- saben de qué va el asunto, y es que, sencillamente, Sánchez no puede aprobar esa ley antes de la investidura.

La razón es la norma por la que se rige el Gobierno en funciones, el Título IV de la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, que establece de manera diáfana que como órgano administrativo, el Gobierno en funciones debe limitar su gestión al despacho ordinario de los asuntos relativos a la Administración pública y, aunque la Constitución le permita aprobar en el Consejo de Ministros reales decretos ley siempre que se trate de casos de extraordinaria y urgente necesidad, le prohíbe presentar proyectos de ley al Congreso de los Diputados o al Senado, absteniéndose de cualquier actuación que comprometa la actividad política del futuro Gobierno.

El panorama es devastador: si Yolanda Díaz, Irene Montero y Ione Belarra se hincan entre sí a muerte los colmillos, poco le va a importar lo que pase con el respetable, y con todo, ahí está Pedro Sánchez, a estas alturas en nombre propio desde el repudio de la mayoría de los barones del PSOE, encendiendo una vela a Dios y otra al diablo, a sabiendas de que no va a cumplir con ninguno ni con nadie.

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