Opinión

Mayoría

Resulta cuando menos singular la diferencia entre el concepto por definición de una mayoría frente al saldo final que acaba adquiriendo de manos de las minorías. Para entender esta noción basta valorar, por ejemplo, cuántos escaños obtuvo en los últimos comicios a los que concurrió el Partido Animalista: ninguno. No hace falta demasiadas elucubraciones para dilucidar que, con un puñado de votos insuficiente para obtener un solo diputado en el Congreso, la formación animalista apenas representa a una minoría de ciudadanos. 

Sin entrar a valorar su oferta electoral, está claro que la mayoría del electorado no apoya su postulado. Sin embargo no dudan en atribuirse ser el portavoz de la mayoría, argumentado que la sociedad española en su conjunto rechaza las corridas de toros, lo que es una falacia por dos motivos. El primero, porque el Partido Animalista apenas representa a un corpúsculo de individuos, no al conjunto de la sociedad española. Y el segundo, porque nadie la ha preguntado a la ciudadanía lo que opinan sobre el tema. Esto no impide que, si alguien expresa libremente su preferencia a favor de los toros, de inmediato se convierta en blanco de esa minoría que, al más puro estilo neonazi, no ahorrará insultos y escarches, tildándolo paradójicamente de fascista, simplemente por ejercer su derecho a opinar y a disentir. El problema surge cuando esas minorías gritan tanto que intimidan a los políticos, siempre ávidos de quedar bien y que, obnubilados por el ruido, se adhieren a las propuestas de los que menos frente —y las más de las ocasiones incluso contra— la mayoría, por simple oportunismo electoralista, haciendo comulgar a todos con ruedas de molino.

Quede bien claro que la anterior exposición no juzga a los defensores de los animales, que tienen todo el derecho del mundo a pronunciarse en sus premisas, sino a explicar el mecanismo perverso por el que en demasiadas ocasiones se guían los políticos a la hora de legislar. La señora del perro tiene todo el derecho del mundo a sentir empatía por su chucho, arrogarle atributos humanos, hablar con él esperando que le conteste, que lea el periódico o que coma en la mesa con cuchillo y tenedor. Recíprocamente el resto del mundo —para el caso la mayoría de los ciudadanos—, le asiste el derecho a darle consideración de animal e incluso preferir a los gatos sobre los perros, o a ninguno de los dos. No tener que aguantar que en una terraza una mascota ajena lo perturbe olisqueándole los pies y llenándole las perneras del pantalón de pelos o de babarrazos. No correr el riesgo de contraer la enfermedad de Lyme por que el perro le sacuda encima una garrapata. No tener soportar las malas pulgas del chucho, pese a que su propietario se harte de decir que es un santo que no hace nada —hasta el día que trinca a cualquiera entre los dientes —, y, por supuesto, acabar pisando el rosario de cacas que más de un incívico va dejando sembradas por los espacios públicos. La convivencia exige respeto y urbanidad, pero sobre todo sentido común y proporción: las minorías no son la mayoría. 

Viene todo esto a cuenta de la que se ha montado con la venta del Pazo de Meirás, como si fuera una cuestión nacional cuando no lo es. El edificio nunca fue una concesión de todos los españoles a la familia Franco. Ni siquiera de todos los gallegos sino apenas de los vecinos de A Coruña, que se lo regalaron al dictador tras una cuestación popular donde unos aportaron dinero con todas las ganas, otros voluntariamente y unos terceros de manera forzada.  Se lo dieron y suyo es, y a quien Dios se la dé San Pedro se la bendiga. Mientras esté en manos privadas serán sus propietarios quienes tengan que sostenerlo y no la Administración ni un pueblo coruñés, del que se puede discrepar cuántos en realidad quieren que sea público. Porque que nadie se engañe, a la mayoría de los españoles les importa un pepino el pazo de marras que no sirve para nada aparte del coste de mantenerlo. Eso apenas le incumbe a una minoría, empeñada para variar en alzarse como portavoz de la mayoría a la que no representa. No. Lo que a la mayoría de los españoles le importa no son las cuatro piedras de Meirás sino que se devuelva al Pueblo los 60.000.000.000 euros del rescate bancario.  ¡Eso es lo que de verdad le importa a la mayoría!

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