Opinión

La reforma gregoriana

Según la percepción popular, la Iglesia siempre ha estado metida en el Poder, aunque la realidad es absolutamente contraria. Cuando el César decidió desvincularse del patriarcado de Alejandría, erigiéndose en Sumo Pontífice para mangonear la nueva Iglesia Católica, asumió que podía nombrar obispos a discreción, prerrogativa que no se extinguió con la caída de Roma, al permanecer en la Edad Media, extendiéndose a la facultad de los señores feudales de nombrar también abades. 

Tal fue así, que la mayoría de los abades eran más bien laicos, absolutamente alejados de la fe, sin pisar por lo general nunca su convento, administrado por un mayordomo que le remitía las rentas obtenidas del establecimiento monástico.

Tal fue así hasta la reforma del papa Gregorio VII, que entre otros cambios estableció un orden nuevo por el que serían los frailes integrantes de cada convento quienes nombrarían por elección a su abad. La separación entre el poder civil y religioso permitió una expansión interesante de la órdenes religiosas, amén de una mayor proyección y protección del Pueblo, hasta entonces expoliado.

Es precisamente esa segregación la que, en la evolución de las sociedades y sistemas políticos, alcanzó a las democracias, cuya mayor garantía se consagra en la separación de poderes: legislativo, ejecutivo y judicial. Si un gobierno, al asumir el poder legislativo y el ejecutivo, condicionase la independencia judicial, de inmediato la democracia se pervertiría.

Esto es precisamente lo que planea sobre el nombramiento, por parte del Ejecutivo, del presidente del Tribunal Constitucional, el más alto del país, ya que, unido a la denominación del Fiscal General del Estado, pone en duda la independencia de poderes, y más atendiendo a su última sentencia, después de demorarse año y medio, relativa a la potestad que se ha atribuido el Gobierno de Sánchez para renovar el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), pasándose el hasta ahora imprescindible consenso mayoritario de las Cámaras. 

Una sentencia problemática ya  que abre una brecha por la que un simple Gobierno de mayoría podría incluso modificar unilateralmente la Constitución, desposeer lo mismo al Senado que a la Corona, y proclamar la república.

Por eso, hoy como nunca es necesario volver la vista atrás hacia la reforma de Gregorio VII, aplicándola con contundencia en la Justicia, impulsando una secesión definitiva, de manera que el Poder Judicial sea absolutamente autónomo.

Son los jueces, desde el estamento más bajo al más alto, quienes deberían someter a votación las distintas candidaturas que pudieran presentarse para dirigir sus órganos colegiados, siendo ellos, sin la injerencia del Gobierno, quienes decidieran la directiva del Consejo General del Poder Judicial, así como la presidencia del Tribunal Constitucional y del Supremo, mientras a su vez los fiscales decidiesen por la urna al Fiscal General del Estado.

Lo contrario es un anacronismo propio de una dictadura, uno de esos retazos del franquismo a los que ningún gobierno quiere renunciar y que llevan, de muchas maneras, a que la Ley deje de ser como la muerte, al dejar de aplicarse a todos.

La premura de un nuevo sistema de designación dentro del Poder Judicial porque, como razonaba Montesquieu, para que no se pueda abusar del poder, es preciso que el poder detenga al poder, ya que no hay peor tiranía que la que se ejerce a la sombra de las leyes y bajo el calor de la justicia.

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