Opinión

Mi reino por un caballo

En la obra de William Shakespeare, el rey Ricardo III de Inglaterra presionó a los herreros para que le preparasen un caballo con urgencia a fin de evitar la espantada de su ejército en la batalla de Bosworth. Con las prisas olvidaron poner un clavo en una herradura, lo que en el fragor de la batalla hizo que cayeran caballo y jinete, por lo que humillado y vencido, el monarca se lamentó: “Un caballo, mi reino por un caballo”.

La ley tiene como misión la defensa de los bienes y derechos, y en su expresión máxima, la democracia, la protección universal de toda la ciudadanía de manera ecuánime e imparcial. De ahí que la Constitución española contemple que todos los ciudadanos son iguales ante la ley.

Una amnistía fuera del contexto de un cambio de régimen político constituye una perversión del sistema, no por la diatriba trillada de la distancia que se pueda dar entre un indulto y una amnistía, sino porque vulnera el principio de igualdad de los ciudadanos ante la ley, al otorgar a una minoría el derecho a conculcarla, mientras se obliga a los demás a cumplirla.

Es decir, que mientras al conjunto de los ciudadanos se les grava con penas de cárcel el delito de sedición a otros se les consiente, y cuando un gobierno prima a unos ciudadanos por encima de los demás en el cumplimiento de la ley la democracia se pulveriza, convirtiéndose el Estado en defensor de una dictadura.

Todo el mundo sabe que le asiste el derecho a dar un golpe de estado, del mismo modo que todos son conocedores de las consecuencias de fracasar en el intento. No ya aprobar sino sólo proponer una amnistía bajo esta premisa constituye la mayor perversión del derecho, porque a partir de ahí e invocándola, todo ciudadano adquiere el derecho a llevar a cabo una intentona, saliendo indemne con independencia del resultado.

Por supuesto la Constitución no tiene por qué ser una vaca sagrada. Las sociedades cambian y las personas también. Muestra de ello, por ejemplo, son las sucesivas enmiendas a las que los Estados Unidos sometieron a la suya. Pero esas mudanzas no son ni pueden ser imposiciones del gobierno de turno, sino propuestas por consenso de toda la representación parlamentaria, y sometiéndola a posteriori a sufragio universal en referéndum.

Nadie puede intentar dorar la píldora al país con la trola vil de que esto es lo que se votó. No, de ser así, el electorado habría escogido a Puigdemont como presidente del Gobierno, y eso no ha sucedido. La mascarada de Sánchez va más allá de lo indecente. ¿Cómo se puede convencer a alguien de que el gobierno que persigue es progresista, cuando sus socios esenciales son supremacistas y están sentados a la derecha de Vox?

He aquí el dilema de la continuidad de Sánchez en Moncloa, porque a estas alturas queda claro que no es una cuestión partidista. No es el PSOE quien reclama la presidencia del Gobierno sino la simple ambición de Sánchez y su corpúsculo de secuaces, capaces de mentir, tergiversar y entregar el poder con tal de no perder la silla. 

Al final de eso se trata, de un simple escaño, porque la confrontación a la que se ha sometido, no ya a las distintas fuerzas del arco parlamentario y a la ciudadanía sino al mismo PSOE, apenas tiene como horizonte sentar a Sánchez como hombre de paja en un gobierno bicéfalo de Yolanda Díaz y Puigdemont. Con los ánimos revueltos en la formación de la rosa, el enfrentamiento social, la veto de los jueces, el aviso a navegantes de la guardia civil, Sánchez debería recordar a Ricardo III, porque la investidura no garantiza el gobierno y al caballo perdido, debería reflexionar en que los cerdos no pueden ver el cielo.

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