Opinión

Sesenta

Esta semana pasada he llegado a los sesenta. La leche, o ¡la releche! Si lo pienso no llego, pues aún me veo jugando al fútbol en los Maristas, o comiendo pipas en el Parque San Lázaro, de primeras manitas, el primer ordiá, etc. Los alcanzo teniendo claro que otros que llegaron a los mismos hace algunos años ya no siguen en este barrio o, cuando menos, tienen el pasaporte entre los dientes para pasar el control aéreo del ánima Hasta Siempre. Siento nueva etapa donde cabe estar en sala de espera para coger el billete final y en la que hay que irse preparando para el transcurso personal único, o sea, para cobrar el finiquito vital y ¡venga ya!, a comenzar otro viaje más allá que el de ningún Imserso celestial.

La verdad es que acojona un poco irse aproximando a la frontera vital, porque no hay nadie que nos haya contado lo que hay detrás del último estertor, post el no suspiro, tras ese cuerpo volatilizado instantes después de que alguien expida un certificado de defunción. Lo que hay, o bien lo que no hay. Además del olvido inevitable. Sintiendo así, todo lo hecho hasta aquí parece no tener ya demasiado sentido, o al menos no tiene sentido aferrarse a ninguna fama o prestigio social a costa de no degustar el menú diario para un sano mantenimiento del ánimo; esto es, compañía agradable, buena lectura y conversación, euros suficientes para no pasar apuros de hambre y frío, y que no falte la caricia, aunque solo sea de palabra, de esa parienta o persona que habita tus entrañas; sí, lo demás sobra para un viaje final que nada lleva consigo. 


No obstante esta reflexión, que para nada quiere ser dramática ni pesarosa a pesar de los pesares, espero aún pasar un buen tiempo entre los míos; en parte, por ciertas responsabilidades adquiridas, por otra, gracias a nuevas ilusiones por disfrutar de nuevos seres pequeñitos que sacuden cualquier polvo de frustración que podemos guardar inconscientemente los mayores debajo de las alfombras del decoro social más fatuo, y que nos hacen disfrutar como bobos por tener la barrera de la frontera educativa levantada, y ¡que vigilen otros! al nieto que ha de tirarnos por el suelo con sus juegos. No sé si haber entrado en una nueva década, o el hecho de tener nietos - el paso de las generaciones, decía Delibes en el Príncipe destronado, es lo que marca realmente el paso del tiempo - será un tic psicológico, o no, pero quien cumpliendo sesenta años no sienta el otoño con sus hojas cayendo sobre su cabeza o es tonto o no está despierto.

Lo más triste, leía hoy mismo al escritor Ian McEwan quejarse de ello, es lo injusto que resulta que cuando se aprende a vivir tienes que ir desalojando el cuarto, como le pasa al moreno veraniego que cuando soporta el sol sin que ya le pique la piel acaba su mes y debe volver al blanqueo de los cuarteles de invierno; y son esos toques, del dolor de espalda crónico, las gafas de presbicia colgadas permanentemente del cuello con su pequeña soga para no perder una letra que leer, la meada a medianoche, una carrera que pesa sobre los gemelos de tus piernas como si anduviera a pedradas con ellas algún sinvergüenza, en fin, todas esas pequeñas cosa son las que, volviendo a Mcwean, te hacen recordar que una bala viene hacia ti y no puedes esquivarla.

Con todo, lo importante de momento es haber cumplido ya sesenta, porque ahora ya no hace tanto daño pensar en faltar porque haya menores para la orfandad (con el menor pudor confieso que durante mucho tiempo, allá por los treinta y tantos, tuve puntual y grave preocupación por la posibilidad de faltarle a los niños de los que era responsable); allá que se vaya, pues, la responsabilidad familiar que tanto pudo angustiar a Kafka y que me quiten lo bailado. Afortunadamente, sesenta años vividos ya supone un buen triunfo; espero y quiero, de todas formas, más y más, como la canción de la Unión. 

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